domingo, 10 de junio de 2007

"El hospital inglés", de Juan José Mendoza








El Hospital Inglés
Juan José Mendoza


Cuando de niños nos apostábamos delante del Hospital Inglés, me parecía que la sonrisa de los marinos coreanos y japoneses había nacido con ellos y se había congelado en su rostro en que naufragaban sus ojos rasgados y su boca apretada. Desde los cristales de sus habitaciones nos miraban con la laxitud del desconsuelo y la resignación a que los arrastraba la enfermedad, necesariamente infectada del extrañamiento que da la tierra y la lejanía. Intercambiaban con nosotros adioses desvaídos que nuestra ingenuidad no alcanzaba a interpretar con la carga de congoja que anidaba en su estado de ánimo. Pero la nostalgia y la pesadumbre que yo imaginaba no desdibujaban la sonrisa inmortalizada en su boca, y creíamos que se alegraban de vernos como figurillas de guiñol que cascabeleaban en el paisaje cansino a que les condenaba su internamiento. Nos colocábamos en las barandas del mirador de Altavista después de la hora de la siesta que tan fecundamente habían asimilado los orientales. Observábamos cómo los más capaces se iban asomando por las cristaleras y posaban sus ojos en sus alborozados visitantes. Entonces comenzaba la ceremonia habitual: chasqueábamos con los dedos solicitándoles monedas «¡moni, moni!», y ellos agitaban su brazo arriba y abajo como dividiendo el aire en un gesto que nunca supimos bien si era complaciente o disuasorio. Al fin, algún lance de sus brazadas parecía reclamarnos y nos acercábamos bajo las ventanas desde donde nos arrojaban algunos peniques con más empaque que valor, mientras nos sacudían los oídos en un idioma que más que proferir palabras ametrallaba sonidos.
Durante un tiempo acostumbramos a pasar con más frecuencia y aprendimos las mañas más eficaces para promover en aquellos marinos el júbilo suficiente para que aflojaran sus bolsillos. Hacíamos payasadas tan grotescas como absurdas salpicadas de cogotazos o traspiés, o jugábamos a la «piola» o al «¿huevo, araña, puño o caña?» montados al caballito sobre los más pusilánimes que aceptaban resignados su papel en el circo. Con los días fuimos capaces de distinguir entre aquellas figuras tan repetidas quiénes eran los generosos, los dicharacheros, los tacaños, los reservados; incluso reconocimos algunas cabecillas que dificultosamente se erguían para contemplar el espectáculo de aquellos loquillos del otro lado del mundo. Y en ese reconocimiento comenzó a conmoverme la imagen de un japonés impasible, de mirada felina, a veces recostado sobre el alféizar de la ventana con los ojos abandonados al horizonte. No participaba en la fiesta que explotaba con nuestra presencia; se limitaba a observarnos a ratos con aire de suficiencia y melancolía, y a fumar con la liturgia lenta y afectada de los actores ilustres. «Es Toshiro Mifune» me dije, «sí, tiene que ser él.» Me quedaba prendado contemplándolo y soñando con la posibilidad de que algún día me arrojara su catana firmada. Pero nunca me hizo caso y yo me conformé con la maravilla de ver salir el humo de su cigarro más acá del celuloide.
Siempre íbamos sólo los chicos del barrio, pero un día le dijimos a Amparo, la rubia, que nos acompañara, que se iba a divertir un rato con los chinos del hospital. Amparo, la rubia, era mayor que nosotros; era ya una muchacha, con las caderas talladas, una sedosa melena platinada y unos pechos bailones flanqueando un canalillo descarado que nos sumía en el tumulto de nuestra pubertad aún balbuciente. Solía limpiar en algunas de nuestras casas y se pasaba el día cantando tonadillas y coplas mientras se volcaba de rodillas sobre el suelo meneando con garbo erótico su trasero. No le conocíamos novio, tal vez porque su ligereza de cascos se lo impedía, aunque, según mi madre, cuando se iba al Copacabana los solterones hacían fila para bailar con ella y proponerle las mil y una suertes que le esperaban con el matrimonio. Pero para nosotros Amparo era una muchacha sin historia, era el cuerpo tórrido que se cimbreaba por las calles del barrio y que no acababa de poseer a la mujer decente que su madre y sus novios deseaban. Por eso no nos fue difícil convencerla y accedió a venirse al espectáculo con la curiosidad instalada en su sonrisa ingenua y frívola.
Comenzamos las monerías con el mismo libertinaje que tanto éxito nos había proporcionado entre los marinos, pero ese día la risa descontrolada de Amparo fue un acicate para lucirnos con lo mejor de nuestro repertorio. Se doblaba especialmente con las groserías que pasaban por la entrepierna, y verla desternillándose provocó que las bufonadas nos enajenaran del todo y olvidáramos que nos hallábamos en la vía pública frente a un edificio desde el que no nos veían sólo los enfermos. En ese estado de trance cómico apenas si nos dimos cuenta de que los marinos estaban especialmente exaltados. Agitaban sus brazos alocadamente describiendo en el aire molinillos disparatados que nos reclamaron antes de que les gesticuláramos el “moni, moni” de siempre. Los peniques cayeron en abundancia y los orientales nos agobiaron con su palabrería y sus gestos que señalaban al escenario de nuestras payasadas. Creíamos que nos pedían una repetición de la actuación memorable y nos deshicimos en explicaciones gestuales para indicarles «¡mañana, mañana!». No hicieron falta muchos días para descubrir lo equivocados que estábamos.
Amparo nos acompañó algunos días y nuestras arcas aumentaron a costa suya. Las monerías ya no le hacían tanta gracia, pero a ella parecía agradarle aquel rito que convertía las tardes tediosas en una algarabía políglota entretenida. Entrados en faena, yo perdía de vista lo que pasaba a nuestro alrededor, pero uno de esos días desinflados en que me distraje de mis cometidos cómicos, una ráfaga de casualidad me atrapó la mirada: mi Toshiro Mifune, descomponiendo su acartonada y aburrida postura habitual, se inclinaba con las palmas de sus manos juntas en una reverencia solemne hacia el exterior de su habitación. Giré instintivamente la cabeza y observé que el rostro de Amparo se había encendido con tanto rubor que no pudo soportar aquel acoso y le dio la espalda a su admirador. Sólo de cuando en cuando ella aceptaba devolver la sonrisa cautiva al samurai impávido que le correspondía con una leve distensión de las comisuras de sus labios.
El tiempo nos retiró de los territorios de correrías infantiles. Amparo había desaparecido unos meses después de que nos acompañara hasta el Hospital Inglés y sólo nos llegó como explicación la voluntad de su madre de mudarse a un barrio menos infectado de lenguas insidiosas. Diez años habían transcurrido cuando un paseo de adultez me llevó con mi hermano Alberto al mismo escenario en que cobrábamos la propina a los marinos coreanos y japoneses. Caminando frente a la clínica recordábamos las payasadas cuando una chiquillería se arremolinó bajo los ventanales por donde asomaban otros marinos orientales que repetían los mismos ademanes que años atrás nos reclamaban. Al grito de “moni, moni” caían algunos peniques sobre las cabezas de aquellos menudos que insistían castañeteando con sus dedos. La vaharada de nostalgia nos detuvo junto a la baranda donde una grata sonrisa mutua nos ayudó a rebobinar el tiempo para contemplarnos enfrascados en el inolvidable espectáculo callejero. Sólo la curiosidad distante me permitió distinguir entre aquellos niños a uno que simpáticamente reverenciaba a sus generosos donantes juntando sus manos e inclinándose con respeto ceremonioso. Cuando mermó la gracia para los marinos, los chiquillos se lanzaron a la calle sorteando el tráfico con osadía infantil y yo seguí con la mirada la figura de aquel niño reverente que me había llamado la atención. Cuando lo tuve más cerca acertó a mirarme, y en unas décimas de segundo descubrí en él, como un fulgor, el semblante adusto de Toshiro Mifune. Mi hermano, que se había percatado de mi interés por el muchachillo, me dijo:
¿Te acuerdas de Amparo, la rubia?
Claro que me acuerdo, le contesté guardándome la sorpresa.







(Este relato de Juan José Mendoza pertenece a su libro El hospital inglés,
editado por El Toro de Barro en el año 2004)

martes, 5 de junio de 2007

Testimonios de supervivientes de Auschwitz

Estos son los testimonios de algunos de los 130 niños que tuvieron la fortuna de sobrevivir a Auschwitz.
Han sido recogidos del libro La cicatriz del humo,
de la psiquiatra y novelista israelí Amela Einat,
publicado por el Toro de Barro en el año 2003.
La autora ha ocultado los nombres reales de los protagonistas, que asistieron con un grupo de jóvenes adolescentes israelíes a un viaje por los laberintos de la muerte...




“En Stutthoff nos separaron de las madres. No te lo conté jamas. Había que elegir con quien quedarse. Era hijo único. Preferí quedarme con papa. Sabía que no iba a poder arreglarse solo. Era un distraído. Un estudioso. Pensé que no iba a poder arreglarse a solas. Yo era grande, tenía once años y entendía que debía cuidar de él. Después de dos semanas en el tren también me separaron de él. Fue como si me echaran el peso del mundo encima. Me cerré, me quedé encerrado en mí mismo. No me interesó ya nada. Sentía que todo se había terminado. Tenía miedo. Mi ser estaba desnudo. Solo. Fragmentado. No deseaba nada. Nada. Después me desperté a la fuerza y me convertí en una especie de bestia. Un instinto vivo. Un caballo con el yugo al cuello, arrastrando cadáveres a los crematorios. Hurtaba comida. Robaba de todo. ¿Cómo pueden los padres hacer algo así...cómo pueden abandonar a un niño solo? Recién ahora, últimamente, me pregunto…no logro encontrar respuesta.
No volví a pensar en ellos desde entonces. No recordaba. Me había prohibido recordar. Todo en mí se había acabado desde aquel momento en que mama despareció. Se habían terminado mis sentimientos. Desde aquel momento estuve solo. Hasta este viaje con estos chicos. Ahora. Cuando hablas a veces con tus padres, cuando te diriges a ellos, yo no siento nada. No siento. Soy huérfano. Cómo pueden los padres hacer algo asi? Piensa en nuestras gemelas, que no dejan de cuidarme durante todo el viaje.
Sólo ahora, gracias al viaje con estos jóvenes, esta nueva familia que me nació en el viaje, se me despierta algo antiguo, algo de aquella antigua ternura. Hasta este viaje había cortado todo, había bajado un telón, como si hubiera decidido que tras él no existía nada, que tras él jamás existió nada, que todo era vacío, limpio…Ya lo sabes, ninguna memoria quedó en mi de los años de antes de. No el jardín de la infancia. No la escuela. Una vez un caballo me desgarró la camisa. Fuera de eso, nada. Todo borrado. ¿Cómo pueden los padres abandonar así a sus hijos? Hubieran podido huir conmigo, si lo hubieran pensado a tiempo ¿no es asi?
A Israel llegué para volver a empezar. Guardé silencio. No tenía nada que decir. ¿Quién me hubiera creído? Una vez, mientras viajaba en autobús, iba sentada a mi lado una muchacha, que me preguntó qué era ese numero que llevaba grabado en la mano. Le dije que era un numero de telefono que había anotado para no olvidarlo y ella se lo creyó.
Como bien sabes, no he vuelto jamás a este lugar desde que me separaran de mis padres en la estación de tren. Hoy, junto a estos chicos, me quebré. Por primera vez todo volvió. Recité la plegaria de Kadish. Pronuncié la palabra Mama. Por primera vez, al lado de todos, dije mama y lloré. Vencí, gané, mama, ¡estoy vivo! Y lloré, y todos lloraron conmigo.
Todos lloran conmigo ahora, mama”.
(Berko)
“Viajamos en tres vagones. En una de las estaciones nos separaron de nuestras madres y hermanas. No recuerdo cómo exactamente. Fue todo tan rápido que no alcancé a percibirlo. Por lo menos nos quedaron los padres. Después los bajaron también a ellos. Entonces me hice un ovillo en un rincón del vagón. No quería vivir. ¿Para qué vivir? Fueron quizás tres días los que no me moví del rincón del vagón. Después desperté de un golpe al miedo. Recuerdo que en un momento determinado me levanté del piso, después de varios días en los cuales no había existido. Me levanté y me paré temblando y de repente le pedí a Dios que me dejara con vida. Sabía a dónde nos llevaban. Había oído. Sabía que allí incineraban. Sabía que la muerte había llegado y de repente, precisamente en ese momento, no quería morir.
Era de mañana cuando llegamos a la plataforma de Auschwitz. Había niebla. Bajamos del vagón en silencio, preparados. Vi a Guershon que empujaba a un grupo para que se pusiera en fila de tres. Ya nos había entrenado para eso en el campo anterior, después de separarnos de nuestros padres, cuando nos encerraron en una carpa especial rodeada de alambres de púas. Entonces, después de deslizarse hacia donde estábamos, nos había enseñado cómo prepararnos para las formaciones que nos hacían todos los días.
En la plataforma de Auschwitz nos hacía marchar para un lado y para otro: izquierda-derecha, erguir la espalda, marchen, al frente. Cuando pasamos frente al oficial alemán que estaba allí, le hizo la venia con la mano extendida. Hasta el día de hoy no entiendo cómo logró hacerlo. Y nosotros marchamos tras él como robots, y ellos nos dejaron con vida. No nos enviaron a esas duchas. Nos metieron en una carpa. A la noche vino el Zonder-Komando y dijo: ‘Niños, os habéis salvado. Ahora a la desinfección y al trabajo’, y nos llevaron a la barraca.
Caminamos tras Guershon como robots en la niebla. Sin quejarnos y sin tropezar. De alguna manera percibimos que él sabía. Que él nos habría de cuidar. En esos momentos, no lo creeréis, niños –concluyó Chomski con un travieso guiño de su eternamente sonriente ojo izquierdo– en esos momentos se me fue el miedo para siempre. ¿Morir? ¿Qué es morir? Nada. Una coma de paso entre y entre. Es una cosa de nada morir”.
(Chomski)

“Yo no soñaba salvarlos -nos cuenta otra superviviente- cuando me arrastré hacia su carpa. No se trataba de eso –dijo con lentitud, para comodidad de Gali que anotaba–. Yo contaba con 17 años y no tenía ninguna posibilidad de salvar a nadie allí. Pensaba sólo en estar con mi hermanito cuando lleguase lo peor. Sabía, todos sabíamos, adónde nos iban a enviar. Y los alemanes, a pesar de la corta edad de los niños y el poco tiempo de vida que les quedaba, les hacían formaciones todas las mañanas. A esos pequeños que no entendían qué querían de ellos. Había gritos, empujones, golpes y mucho llanto. Pensé que si se formaban rápido, se les podía evitar un poco de la pesadilla. Y ellos se me pegaron como cachorritos. En momentos como esos todo se muere del miedo ¿entienden? No tengo palabras en hebreo para explicarlo. Los pies son como hielo, como en los sueños, cuando uno no se puede mover del lugar. Y el estómago... Nadie tenía allí la esperanza de salvarse. Lo único que quería era ahorrarles a los pequeños una parte de los golpes matutinos, y comencé a entrenarlos a hacer fila rápido en línea recta con espacios. Después les enseñé también a hacer triple fila y a marchar delante de la carpa. Hacían todo lo que les decía, como si confiaran en mí... Como si yo fuera vaya a saber quién...”
Cuando me despedí de papa a la madrugada, antes de arrastrarme a la carpa de los niños, le susurré: ‘Papa, tú no estás solo. Velvel está contigo. Yo voy con Jaimón’.
Y papa me susurró: ‘Sabes a dónde van...’
Y yo meneé la cabeza asintiendo que sabía todo: ‘Me voy con él’
Y papá dijo: ‘Si alguien queda vivo después de esto, que vuelva a casa, volved a casa’.
Y yo dije: ‘Sí papa, sí papa’, y me arrastré por debajo del alambrado de púas que rodeaba a la carpa de los niños, y entré. Estaban acostados, acurrucados como pollitos. Me incliné hacia ellos, y se me juntaron temblando como pollitos.
Dos días más tarde nos trasladaron a todos a los vagones herméticos del tren. Días y noches duró ese viaje de pesadilla, y cuando el tren se detuvo y nos bajaron en la plataforma, excepción hecha de Yozi y Marek que habían saltado afuera en el camino, comenzaron los gritos y los ladridos. Los niños se me dispersaron de repente, mezclándose con personas que habían bajado de otros vagones, pero en cuestión de segundos los reuní y los llevé en medio de todo el gentío en filas de tres ordenadas, con ritmo. Un grupo de niños. ¿Niños? Eran bebés. Un grupo ordenado de bebés, que parecía lleno de energía. Lo único que quería era evitarles los garrotes y los perros y quizás también espantarles horrorosos pensamientos. Y de repente se transformó en más que eso. De repente alguien allí, dicen incluso que fue el propio Mengele, decidió variarnos el sentido en que marchábamos. De los miles que marchaban entre los cercos directamente a las duchas de gases, a nosotros nos condujeron a duchas de verdad. No les creímos de verdad cuando nos dijeron que eran duchas desinfectantes. Esos niños sabían todo, habían oído todo. Estábamos seguros de que eran duchas de gases. Que era la muerte. El miedo era terrible. No tengo palabras en hebreo para describir ese miedo. Pero finalmente lo que salió de esos orificios allá arriba era agua. Agua de verdad. Y después vino uno de los Zonder Komando y nos dijo: ‘Vosotros os quedáis’.
Hasta el día de hoy no sé qué fue lo que sucedió. Nadie lo entendía. Muchas veces intentamos pensar para qué necesitaban los alemanes a 129 niños en ese diluvio de muerte que reinaba allí. Quizás porque con su demente precisión no renunciaban a nadie. Todo lo tenían anotado, archivado en carpeta. Cada movimiento de cada uno...
Y con todo, lo que hacían con nosotros no tenía lógica. Los pequeños pensaron que el milagro se debía a mí y se me pegaron aún más. A veces pienso que quizás todo eso era para los alemanes una especie de juego. Un grupo de niñitos marcha y les hace la venia en lugar de lloriquear. Sí, todo lo que allí había era surrealista e ilógico, ¿no? Un ejército entero, grande, con hermosos uniformes, buscando a un judío que se esconde en el gueto o en el campo. Soldados con fusiles, motos, perros y qué no, persiguiendo a un único judío que intenta escapar. Es raro e incluso cómico. Una especie de comicidad cruel imposible de entender. Dejar así de repente a 129 niños pequeños. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué fuerza de trabajo eran? Es una tontería pensarlo. Después pensamos que quizás ese día los crematorios estaban demasiado cargados, pero eso también es una tontería. 129 de un total de miles, ¿qué quiere decir ‘estaban cargados’? De verdad un pensamiento necio.
Al cabo de un tiempo, no sé cuanto, quizás semanas, tal vez menos, no sé cuánto, y que nadie venga a contar que recuerda tiempos precisos de aquellos días, me separaron de ellos sin darme tiempo a avisarles. Me encontraron fuera de la barraca. Todavía intenté pasarles la rebanada de pan que me habían dado para el camino, pero el que la recibió de mi mano salió corriendo en otra dirección. Claro. Pero todos ellos ya habían aprendido a arreglarse por sí mismos. Y el que no aprendió, no aprendió. En total, de todos los 129 quedaron con vida sólo los que aprendieron.
El 2 de mayo, día de la liberación, estaba en el campamento de Mathausen. Era el único judío entre decenas de miles de presos. Salí afuera, encontré una bicicleta y me fui en ella a casa en un viaje que duró tres meses, como mi padre me había pedido que hiciera. Cuando llegué encontré a mis padres con vida. Era el único de todos los niños que había encontrado a sus padres. ‘Encontrado’ es una manera de decir. Eran por cierto las personas que me habían engendrado. La mujer en esa casa era ciertamente mi madre. Pero algo dentro de mí se había desconectado de ellos. Se había cortado. Me comporté como se debe. Ayudaba en lo que había que ayudar. Me quedé con ellos. Pero algo dentro de mí, en el lugar en que se siente, en el que se ama de verdad, se había apagado. A veces envidiaba a mis compañeros que no habían encontrado, que no tenían a dónde regresar, que podían seguir echando de menos a la madre que habían tenido alguna vez.
No hablamos ni una palabra entre nosotros, no sobre eso... No sobre Jaimón que ya no estaba, no sobre lo que nos había sucedido allí, no sobre cómo nos salvamos. Todo quedó encerrado adentro. Borrado. Así fue hasta ahora, hasta este preciso momento...”

(Guerson)

“Me llamo Ben y soy judío. Mi padre sufrió en la niñez las peores cosas que le pueden pasar a un niño. Perdió a sus dos padres y se halló solo frente al ejército alemán, los policías polacos, el hambre, el frío, los miedos y la muerte. Luchó solo contra todas estas cosas y venció. Su cuerpo quedó en vida, pero le asesinaron el alma, que quedó allí, muy por detrás. Sólo una cosa quedaba de ese alma: la memoria.
Quiero unirme a esa memoria. Intento imaginar y no logro ver nada, aunque reviva una y otra vez delante de mis ojos. Cuando encuentro a mi padre llorando como un niño, como el niño que fue alguna vez. Yo he dejado de llorar desde muy temprana edad, aunque en mí hay montañas de llanto cada vez que pienso en él, porque cada día que pasa veo más y más su dolor y su martirio. Y me pregunto si después de todo lo que pasó, después de que sus padres lo abandonaran, cómo puede confiar en alguien, creer en algo. Me pregunto si después de las cosas que le pasaron es capaz de amar.
Es acaso capaz de amarme? Espero que pueda, que a pesar de todo ame. A veces pruebo, intento hablarle. No funciona. Pienso que es porque nunca está verdaderamente a solas conmigo. Siempre nos acompaña ese silencio terrible que se extiende entre los dos”.
(Ben, un adolescente)

“Llegué hasta aquí con ‘la tía’ polaca que tengo, donde me escondí hasta la revuelta polaca. Después nos detuvieron y nos trasladaron a Auschwitz. Allí fuimos separados. A ella la llevaron al campo de los gitanos y a mí al campo de los judios, a una barraca en la que había niños y muchachos polacos. En las noches me arrastraba entre los alambres de púa que separaban los dos campos para pasarle un mendrugo de pan, y a veces también un poco de sopa. Desde nuestro campo veíamos cómo sacaban a la gente de los vagones, de qué manera se los llevaban en fila a su muerte. Nos contaron que les dan jabon y que les ordenan que vayan a los baños, que allí los encierran y les inyectan gas y que, después de un cuarto de hora, todos se convierten en cadáveres. Nos contaron que si uno se pone un trapo embebido en orina bajo las narices y sobre la boca, se puede aguantar quince minutos más, pero que eso no conviene ya que apenas alarga el suplicio. Lo que más conviene –así nos contaron– es respirar pronto y morirse rápido”.
“El crematorio trabajaba de día y de noche. La llama que salía del horno iluminaba todo el campo. La luz en las noches era como la luz en los días. El humo negro entraba en los ojos y en la boca. Todo estaba repleto de ese olor. Yo me arreglé de algún modo. ¿Era polaco, no? Ninguno de los que compartían la barraca conmigo sospechaba quién era en realidad. Un día trajeron nuevos inquilinos. Un grupo grande de niños judíos. Los pusieron enfrente, del otro lado de la barraca. Nosotros, los polacos, no los soportábamos”.
“Les arrojábamos ollas sucias. Les maldecíamos. Yo más que los demás. No sé como hacían para soportarlo. A lo mejor el hecho de que estaban juntos, en un grupo, les ayudaba…Había entre nosotros uno muy malvado que repartía la ración de sopa de la noche. Los torturaba sin piedad. Los obligaba a doblarse sobre la fría estufa de piedra que había allí con las manos hacia adelante y, en las manos, una silla o algún otro objeto pesado y con una de las piernas en el aire, del otro lado del la estufa. Asi los tenía durante horas, hasta que se caían o, a veces, los obligaba a saltar como ranas alrededor de la estufa.”
“Una vez, durante la selección que hicieron de niños judíos, el médico de los campos trajo una tabla marcada. El niño cuya altura llegaba hasta la marca se quedaba en la barraca y quien no llegaba era enviado al crematorio. Los niños se empinaban sobre las puntas de sus pies y se estiraban cuan largos eran. Había allí un tal Motale, muy pequeño, que escondíamos en la parte polaca de la barraca, en la plancha que me servía de colchón bajo la cobija”.
(El padre de Ben)