LA BALADA DEL CARCELERO
Agustín Díaz Pachecho
(Línea de Naufragio, Toro de Barro, Cuenca 2003)
El
silencio es testigo invisible, agazapado. Un carcelero presencia el descanso de
los presidiarios. Mientras, el carcelero ha encomendado buena parte de su vida
en vigilarlos. Son hombres jóvenes, personas entradas en edad cuya lozanía se
ha marchitado en componiendo un abominable bestiario. Sólo reciben alguna
visita, hasta que el opresivo ambiente de la cárcel termina por convencer a
amigos y hasta familiares, los va disuadiendo, y terminan por adormecer su
conciencia enviándoles cartas y algún paquete que es minuciosamente
inspeccionado. En no pocas ocasiones, el carcelero evita mirar sus rostros,
detenerse en sus facciones. Tiene la sensación de que lo acusan, que lo odian.
Él no tiene la menor culpa de sus delitos, de sus condenas, del diario
sufrimiento.
Algunos
presidiarios llevan años aislados. Algunos escriben, otros, los menos, leen.
Están los que se entretienen en los talleres, y bastantes son los que tienen
que cumplir la agotadora labor de cumplir con los trabajos forzados a que han
sido condenados.
Es
lo que sucede en la cárcel. Estricta vigilancia de día. Silencio durante la
noche.
Al
llegar el ocaso, las galerías mantienen una tenue luz, una claridad difusa. La
oscuridad no es absoluta. En muchas ocasiones el carcelero puede escuchar
voces, diálogos bisbiseados, exclamaciones que provienen de atormentados
sueños. En ciertos momentos de la madrugada surge alguna que otra voz
reclamando la distancia obligada del hogar, la familia, la esposa, los hijos,
los amigos. Escucha también el murmullo ahogado del sollozo. Piensa que se lo
tienen merecido, pero luego recapacita. A pesar de que han robado,
extorsionado, violado o asesinado, y suponen una amenaza para la sociedad,
siempre surge la duda. Aun siendo simples delincuentes, el carcelero medita en
la segunda y hasta tercera oportunidad que debe brindársele a toda persona.
Las
cárceles todas son muros, islas de un archipiélago sin libertad, un conjunto de
islas amordazadas por fuera y acalladas por dentro. Dentro de tales islas sólo
hay silencio y miseria. Él presencia las cadenas invisibles. Están marcadas en
los ojos. Una mirada triste. Presencia su falta de libertad y cree que los
presidiarios pueden comprobar su atenta vigilancia.
¿Qué
concepto tienen de mi ocupación, cómo estiman mi oficio, cómo medirán mi
conducta, cuántas veces maldecirán mi falta de sueño? Y sólo de pensarlo me
entra escalofríos. Muchas veces puedo comprobar unos labios, cómo diría yo, sí,
provocativos, unos labios provocativos y unas miradas que inquietan. Otras
veces se dedican a las ironías, se dedican a hacer bromas, las hacen adrede, y
hasta también hacen burlas, son astutos como zorros. Los acompaño, a veces de
día, a veces de noche. Pero entonces es cuando no me pongo de acuerdo conmigo
mismo; yo no puedo escapar del círculo de la prisión, del maldito agobio que
hay en la prisión. Es un momento desagradable, muy desagradable, porque es
doloroso, y yo me digo que también soy un presidiario, un represor quizá, sí,
un represor como me dijo un día Anthony Rockwell, el abogado, un majadero, un
cabrón, un tío que se ha hecho un hombre en la trena.
A
veces no puedo dormir cuando estoy en casa. Mis sueños me ponen en la misma cárcel,
rodeado de barrotes por todos lados, de sudor, un maldito y cochino sudor, y
gritos, es horroroso cómo gritan estos cabrones, y no digo nada de los que
están condenados a trabajos forzados y extenuaciones. En toda la tira de años
que llevo aquí dentro, no he podido olvidar sus quejas, sus ruegos, sus gritos,
cuando se callan como putas, sus voces, sus malditas voces, aunque había un
poeta que decía que eran voces naufragando entre sueños. Eran voces de unos mal
nacidos. Pero, pero, ¿cómo puedo mirar sus pupilas? ¿De dónde coño saco yo el
valor para tratar de tú a tú a individuos que han recibido sentencias firmes,
que han recibido sentencias, penas sin remisión?
Hace
algunos días tuve que torcer la mirada de la mayor de mis hijas. Tiene unos
ojos azules muy bonitos, unos ojos que no pierden ni un detalle. Me molestó
cómo me observaba, cuidadosamente, pero me observaba. Los ojos parecían dos
tizones, me quemaban, joder, me quemaban, vaya si me quemaban. No habló nada,
no dijo ni mu. A veces mis amigos me miran y me vuelven a mirar en el bar, ante
unas buenas cervezas, cuando tiramos dardos o nos ponemos a hablar de nuestra
estancia en la India. No dejan de hacerme preguntas, una tras otra, todas sobre
la cárcel.Ya los conozco, así que les salgo con bromas. Cuando vuelvo a la
cárcel, al entrar de servicio, vuelvo a pensar en las largas y pesadas horas
que tengo que aguantar, y que se hacen aún más pesadas durante la noche. Y
tengo que vigilar con mucho cuidado a los cabrones que están en las celdas de
castigo. Pero a veces se me pone un nudo en la garganta, son los huevos que se
me ponen de corbata, y sucede cuando lo de las visitas de familiares, las
visitas de amigos. No dejan de llorar.
Aquí
hay quienes dibujan, quienes pintan, quienes hacen figuras de papel, quienes
pintan, quienes leen o quienes escriben. No son todos, pero sí son los que más
resisten. La mayor parte se dedica a no dar golpe. Se dedican a darle vueltas a
la cabeza, con lo cual no hacen nada más que complicarse la vida, se vuelven
débiles o se vuelven unos brutos. Pero no sé por qué razón he llegado a pensar
que yo soy menos libre que los que están en la trena. Quizá los enchironados
sean mis guardianes y no me lo quieren decir. A veces no dejo de pensar que de
una manera que yo no acierto a comprender yo puedo ser un enchironado como
ellos, porque en cierto sentido dependo de ellos. Yo, de rebote, le saco
partido a la delincuencia, a tantos patanes, a tanta gentuza. Y quién sabe si
yo soy peor que muchos de ellos, pero la cosa está bien clara: ellos están tras
las rejas, bien enchironados, y yo estoy fuera.
Ahora
estoy intentando leer por cuarta vez la misma página del libro que me mandó un
recluso. Se llamaba Sebastian Melmoth. Me voy de la página, tengo que
centrarme. Estoy pensando en Sebastian Melmoth. Estoy pensando en los hombres
que están en la trena. Y vuelvo otra vez a preguntarme a mí mismo. Sin todo el
tiempo que están enchironados yo no podría sostener una familia, tener dinero
para la comida, que la familia se alimente y que no pase necesidades, y pegarme
unas pequeñas vacaciones. ¿Al fin y al cabo, y gracias a los presos, a que yo
soy uno más de los que los vigilan, puedo ganarme un sueldo decente, de lo cual
no me debo quejar?
Me
agota el cansancio, trabajando sin cesar, soportando a una pandilla de
gandules, de cerdos, los que a veces me hacen dudar, los mismos que me han ido
poniendo nervioso ante los ojos de mi pequeña Anne. Y ahora que me viene a la
memoria Anne, ¿qué disculpa tendré que inventarme, qué decirle, qué inventarme
ante mi otra hija, la mayor, Elisabeth? Anne habla como un loro, es que no
para, y habla que te habla y me suelta lo del vuelo libre de las aves y la
brisa que viaja por el paisaje. ¿He de hablar con su maestro, y qué le diré? Me
soltará en mis narices que Anne es una pequeña poeta, una niña delicada. Yo
creo que Anne sabe algo de mis quebraderos de cabeza, lo sospecha. No sé, no sé
qué he podido leer en sus ojos, porque tiene unos ojos que atraviesan, vaya que
si atraviesan. ¿Me estaré volviendo loco? Cada vez escasean más mis
conversaciones cuando estoy en casa. Los nervios, que me pueden. Me conducen a
líos y más líos, hasta que llega a dolerme la cabeza. ¿Tengo disculpas? ¿Cuáles
y cómo explicárselas a la familia, a los amigos en el bar, cuando tomamos
cerveza? Cada vez creo más que mi trabajo de carcelero tiene algo que ver con
lo que han hecho los presos.
Escucho
un toque en una de las puertas. Ah, es John Farwell, el atracador. Robar para
dar de comer a su familia es algo que me intriga. Me recuerda a Robin Hood,
pero tirando a lo malo. No robaba para vivir lleno de lujo. ¿Quién es el que
tiene la culpa de que Farwell esté en prisión? O el presidiario Lawrence
Mulligan, que golpeó hasta herir gravemente a un degenerado que intentaba
violar a su hija, una adolescente de dieciséis años. ¿Dónde está el hombre que
intentaba violar a la hija de Mulligan, rodeado de abogados caros y sentándose
en uno de los clubes de Liverpool?
Vuelvo
a escuchar otro toque en la celda de Farwell y he de llegarme a ver qué carajo
quiere, ¿Qué pasa, Farwell, con tanto toquito en la puerta, tocotocotocotoc,
qué coño pasa con tanto tocotocotocotoc?, pregunta el carcelero, ¿Un poco de
agua, algo de agua, tengo mucha sed?, suplica el preso, Farwell, bien sabe
usted que hasta la hora del desayuno no se puede abrir su celda, está del todo
prohibido, así que cállese, joder, suena enérgica y reglamentaria la voz del
carcelero. Creo que mis palabras han servido para que se calle de una puñetera
vez, hasta por la mañana por lo menos. Pero creo que se le podría traer un poco
de agua. Pero no puedo, no puedo hacerlo, lo prohíbe el reglamento. ¿Pero si yo
olvidara el reglamento durante unos cuantos minutos?, sí, tal vez Farwell
dormiría mejor, mejor dicho, podría dormir. Vaya manera de vivir, tanto los
presos como yo. Unos y otros, todos revueltos sin querer. Mientras unos duermen
o quieren dormir, yo estoy despierto o no me queda otro remedio que estar sin
dormir, menudo panorama. Los presos y yo tenemos una relación bastante rara, bastante
especial. Pero los presos no viven en libertad. Lo han dicho los jueces, las
leyes, y hasta yo tengo que aguantar el reglamento. ¿Pero dónde está la
diferencia? Pero no dejo de pensar que muchos presos ya no saben cómo amanece.
Ya no se acuerdan del ruido que se hace en las calles, ni el griterío en los
bares. En la trena han aprendido a olvidarse para poder conocer otra manera de
vivir la vida, de lo contrario no durarían dos días. Ya no oyen a los pájaros
ni la brisa haciendo que se muevan las ramas de los árboles. Están bien
encerrados.Terminarán por olvidarlos. Y cuando salgan de aquí algunos de ellos
no tardarán en volver a chirona.
No
me queda más remedio que pensar, ¿en qué pensarán estos hombres? menuda
paciencia la que tienen, En ocasiones acuden a mí, me piden un cigarrillo a
hurtadillas, a veces no me queda más remedio. Dicen alguna frase, les contesto
con un gesto, con un movimiento de cabeza. En el patio se suelen reunir en
pequeños grupos. Parecen miembros de una tribu. No es otra cosa más que pura
simpatía entre ellos, pura amistad. Pero yo no me puedo mover de aquí y estar
con mil ojos. No me queda más remedio que vigilar a los muy cabrones.
He
de caminar un ratito. Si sigo sentado hace que me tiente el sueño. Caminaré
durante unos minutos. Parezco un centinela, un guardián de personas
equivocadas, de tíos raros, fuera de la ley, fuera de la sociedad. Pero parece
que hay algo que nos une. Tenemos un trato muy especial.
Voy
a sentarme. Intentaré leer algo.
No
dejo de recordar al preso ce punto treinta y tres.
Era
alto y distinguido. Todo un caballero. Pero poco a poco se fue marchitando. El
estar solo, sentirse burlado, alejado y saber que hasta muchos compañeros lo
despreciaban, tenía que ser algo bastante tremendo. Más de uno le recordaba el
porqué estaba encerrado, otros lo llamaban abiertamente maricón y hacían gestos
con las manos y movían las caderas igual que las mujeres. La cárcel le
resultaba algo insoportable. No era su sitio, era una persona delicada,
bastante delicada. Creo que era una cuestión de carácter. Pero al recluso ce
punto treinta y tres terminaron por dejarle leer y escribir, también recibir
varias visitas.
De
vez en cuando venía su amigo. ¿Cómo era su nombre? ¡Ah, ya sí, Frank Harris! Se
notaba que era una persona con un gran sentido de la amistad, bastante amigo
del preso ce punto treinta y tres. Se preocupaba bastante por el preso ce punto
treinta y tres, y llegó a hablar con el director de la cárcel y también con el
médico.
Poco
tiempo después el preso ce punto treinta tres se pasaba todo el día leyendo,
escribiendo. Recuerdo que me gané su respeto, lo cual no era tan difícil en él.
Era todo un caballero. Ahora queda la mugre, la gentuza. ¡Qué diferencia!
¡Cuánto
dolor, Dios mio, cuánto dolor y arrepentimiento el del preso ce punto treinta y
tres! Lo condenó el juez Mills, quien habló de "ser el centro de la más
inmunda corrupción, contagiosa y dañina para la juventud", según decían
los periódicos. Leí que la gente que estaba presente en la Sala le armó un lío
al juez Mills, creyeron que la pena era demasiada, que no era justicia sino
venganza. Lo condenó a dos años de prisión y trabajos forzados. Recuerdo que
los periódicos decían que se había formado una Comisión Real o algo parecido y
que dijeron que la pena era brutal, inhumana. Pero no hicieron caso.
Recuerdo
que ingresó en la cárcel en mayo de 1895. Después fue peor. Un día, durante la
misa, celebrada en la prisión de Wandsworth, y es que el preso ce punto treinta
y tres estaba en la enfermería, sufrió una caída que vino a afectarle uno de
sus oídos. Fue otro paso de calvario. Cuando salió de la cárcel, en 1897,
podíamos ver a un hombre desecho, marchito, bastante envejecido, una sombra de
la persona que entró en mayo de 1895.
Es
así como me he convencido de que el silencio en la cárcel es oscuro y cruel. He
notado muchas maneras de comportarse, tanto en presos como en policías, también
en algún juez que ha estado por aquí. En el dichoso caso del preso ce punto
treinta y tres, siempre he sospechado del juez Mills. Mucha pasión, mucha
pasión la suya, parecía algo personal. Se podía leer en los periódicos y en la
gente, que, como siempre, no se pone de acuerdo. La sentencia que el juez Mills
impuso a Sebastian Melmoth parece más bien la pena con la que castiga un
converso.
Supe
de las problemas de Sebastian Melmoth, de su sufrimiento. Era un preso especial
que no podía deshacerse de una sociedad estrecha donde abundaba la moralina. La
prisión de Reading no era su sitio, no era el sitio para que él cumpliera la
pena. Sebastian Melmoth era un hombre acostumbrado a ambientes bastante
diferentes, se le notaba. Era un hombre con mucha clase. Un perfecto caballero,
vaya si lo creo, un perfecto caballero, completamente diferente a la gallanía
que tenemos aquí, llena de cabrones, de auténticos hijos de puta, mucha, pero
que mucha gentuza. Era un dandy, como decían los periódicos, un hombre
demasiado delicado, que no podía aguantar la soledad, el ambiente callado que
hay dentro de la prisión, las burlas de los golfos que están enchironados o la
dureza de un régimen interno que, vamos, de apaga y vámonos. Fue después de
cumplir condena, cuando salió y se fue a Francia, tiempo después, cuando su
editor me mandó un ejemplar del libro. Recuerdo la portada y el título, De Profundis,
escrito por Oscar Wilde, el libro estaba firmado con su nombre, Oscar Wilde,
aunque yo prefiero llamarlo Sebastian Melmoth, me da más libertad, es como si
me refiriera a otra persona, al otro Oscar Wilde, a Sebastian Melmoth, quiero
decir, al preso ce punto treinta y tres.
Lo
continúo recordando. Un caballero al que pusieron una letra y dos números, ce
punto treinta y tres, Oscar Wilde, una persona atropellada, combatido por los
hipócritas victorianos que se las saben todas, tanto en Londres como en otras
ciudades. Murió unos tres años después de salir de la cárcel. Sí, creo que fue
en noviembre de 1900. Me llenó de tristeza, lo pasé fatal. Aunque no me cogió
desprevenido, porque Sebastian Melmoth estaba como muerto, pero en vertical,
sí, un muerto vertical, igual que mueren los árboles que no son cuidados, los
árboles maltratados. Yo sigo creyendo que no hace falta dar sepultura a un
hombre, porque lo pueden enterrar en vida. Se las apañan para ponerle un
sudario mientras toma aire. Y yo imagino cómo es el sudario, lo he visto en la
trena. Está hecho con palabras, con palabras y maltratos. Después viene la
muerte verdadera. Pero la primera es la peor muerte en la que podemos creer, al
menos es lo que yo pienso y sigo pensando. Creo que ninguna persona debe morir,
aunque algunos canallas que están aquí deberían ser ahorcados. Bueno, es lo que
pienso en ocasiones.
¿Qué
pensaría de mí Sebastian Melmoth? ¿Cuántas veces maldeciría mi nombre, cuántas
veces? Aunque la verdad sea dicha, jamás noté la menor mirada de odio en
Sebastian Melmoth. Me respetaba y yo me siento orgulloso de cómo me trató,
quisieran otros ser tratados como me trató a mí, pero Sebastian Melmoth trataba
a todos con educación, era una persona sensible. Era todo un caballero. Los
demás, los que se han quedado aquí, sí me odian, me aborrecen, no me pueden
ver. Bueno, a veces pienso que pueden tener razón, pero yo no tengo culpa de lo
que les ha pasado, aunque creo que el reglamento es bastante duro, más que
duro. Sebastian Melmoth era diferente. Delicado, bastante delicado, y
caballeroso, por supuesto que sí, sin un mal gesto, muy diferente de la gentuza
que me toca vigilar.
Ahora
no me queda más remedio que recordar a Anne, mi hija, la más pequeña. ¿Si
hubiera conocido a Sebastian Melmoth hablaría de otra manera? Creo que sí. Tal
vez le hubiera dicho algo a Sebastian Melmoth, algo sobre el vuelo libre de las
aves y la brisa que viaja por el paisaje, pero la niña no había nacido. ¿Le
hubiera gustado a Sebastian Melmoth, oír sus palabras? Seguro que sí, era todo
un hombre de principios, todo un caballero. Pero sigo dándole vueltas a la
cabeza, ¿qué le contestaré a mi hija la menor si me pregunta algo sobre la
cárcel? Bueno, podré decirle que los hombres jóvenes envejecen y que los
mayores aguantan hasta que mueren. ¿Qué le diré a la niña, qué le podré decir?
¿Que las cárceles son como islas, que pueden ser como un archipiélago esparcido
por todo el Imperio, que es lo que dice el señor director? A veces no tengo
ganas de salir de la cárcel, quedarme aquí, deseo evitar el contacto con los
míos, me siento mal cuando me miran, y lo paso mal cuando creo que me van a
hacer alguna pregunta. Creo que yo también soy un preso, pero diferente, un
preso al que le aguantan un poco de libertad. Sería de los que podría hablar
con Sebastian Melmoth. Seguro que me prestaría atención. De un hombre como él
no se puede esperar otra cosa, a pesar de que diga lo que diga el juez Mills.
Pero, pensándolo bien, sólo hablé con Sebastian Melmoth en cinco ocasiones, ni una
más ni una menos. De habérmelo encontrado en Francia, ¿me hubiera saludado? Yo
creo que sí, pero sólo puedo decir que creo que sí, no puedo decir nada más
pensando en Sebastian Melmoth, y ya comienza a amanecer, dentro de poco a casa,
como siempre.
La
sombra extendida, la madrugada, también se hace cómplice del silencio. En
ocasiones, algunos presos sueñan que los muros han sido derribados por el aire
y que las ramas se aproximan a la cárcel para poder subirse encima. Un silencio
imponente. Más de un sueño, un sueño que corre ligero de piernas, que corre
libre y alegre por la campiña inglesa. Personas sin grilletes que visitan
tabernas, que juegan a los dardos, que pasean con su esposa e hijos, que leen,
que trabajan. Pero la navaja de la pesadilla yugula el amanecer escondido en la
prisión y se alza la hora insensible de la mazmorra y el juicio de los hombres,
de la prisión, y los ojos sirven como tenazas de las personas, las mismas que
no creen en el hombre y refractarios a la libertad. Mientras los filósofos
hablan de la dignidad propia de la misma
condición humana, los verdugos de ademanes gentiles hacen con sus finas manos
el nudo de la horca, pero otros se les han anticipado, dictando sentencias,
trabajando la madera hasta volverla ataúd, erigiendo muros, cercenando la
respiración, excavando fosas, y colocando una cruz en la que se podrá leer unas
iniciales o bien el nombre del ajusticiado, sin olvidar la fecha de nacimiento
y la de su muerte. A veces, la cruz portará una dedicatoria escrita por algún
recluso, por un capellán piadoso o bien por algún amigo o un miembro de la
familia. En la cruz, algún poema, alguna frase, una admiración, y serán
palabras cercanas al horizonte en el que el hombre siempre ha pensado, palabras
que suelen estar ausentes en las islas de elevados muros, en los archipiélagos
donde la constante tormenta persigue cómo enjaular y hacer morir la dignidad.
La trayectoria literaria de Agustín Díaz
Pacheco (Tenerife, 1952), se inició desde el periodismo vocacional. Su obra
narrativa es muy extensa: Los nenúfares de piedra (premio de cuentos
"Ángel Acosta", 1982); La cadena de agua y otros cuentos (1984); El
camarote de la memoria, (1987 y 1999), La rotura indemne (1989, Premio de
Cuentos Canarios), La red (1989, Accésit Premio de Cuentos Canarios); La mirada
de plata (1993); Proa en nieblas (1999), y Breves atajos (2002). Cuentos suyos
figuran en varias antologías, y en el estudio antológico El cuento literario
del siglo XX en Canarias (1999), del profesor y escritor Juan José Delgado. Su
novela El camarote de la memoria (Editorial Cátedra, Madrid, 1987, y Canarias,
1999), ha sido objeto de atención crítica en otros países. Ha sido seleccionado
por 1a revista Cuadernos del Ateneo de La Laguna (Tenerife) y la revista Quorum
(Zagreb, Croacia) junto a relevantes escritores canarios y croatas,
respectivamente, ocupando un lugar preeminente en la literatura contemporánea.