miércoles, 11 de abril de 2012

"Primavera piso veinte", de Juan José Mendoza.





Primavera piso veinte
Juan José Mendoza

      Yo esperaba que llegara con aquella violencia arrebatada, profiriendo sus injurias vejatorias y sus exabruptos a espuertas. No tuve tiempo suficiente para llamar a alguien, para huir (me encontraría alguna vez), para improvisar alguna trinchera o algún pretexto que pudiera detener su furia. Pero al asomarme a la ventana y recibir una bocanada de aire fresco y húmedo que sólo era posible en la primavera de un vigésimo piso, se instaló en mí la sugerente idea de privarlo de su carnicería y llegar a la muerte antes de que se ensañara conmigo como era su desenfrenado deseo. Fue así cómo me invadió una resignación reposada tan balsámica como el talco en la piel.
            Sentí una irradiación distinta al recrearme por última vez en el hormigueo urbano que llenaba de movimiento las faldas de los edificios. Desconocía qué sabor tenía la última contemplación premeditada de las cosas, y me entregué a una improvisada ceremonia de despedida de algunos escenarios de mi historia. Luego, adhiriendo a la retina las secuencias recientes y casi póstumas, regresé a la habitación a derretir los segundos de la espera. «Sólo se muere una vez», pensé, «y es preferible hacerlo en primavera». Y con la intención de que todo el aire de la floración envolviera mis últimos resuellos, decidí dejar la ventana bien abierta.
            A pesar del sosiego, me llegaba el susurro del vacío casi como un recordatorio fatídico del dolor que me aguardaba. Debía distraer la mente para ahuyentar el pánico indefinido que me venía como a vaharadas y me senté en la mesa del escritorio, poblado de retratos que parecían sumarse impasibles a aquel último acto. De su examen fugaz sólo me sobrevino un recuerdo infantil: mi madre atenuando la crueldad del rey persa Sahriyar y engrandeciendo la astucia de Sherezade para aplazar hasta el infinito su muerte segura, mientras yo aceptaba inocente la licitud del monarca para disponer de la vida de sus súbditos. «¡Hijo de perra, Sahriyar, que Alá te saje tu falo!», me pareció oírme a mí misma.
            Como solía hacer de joven cuando me zarandeaba alguna tormenta adolescente, arranqué dos hojas en blanco del cuaderno de los despojos sentimentales y metí entre ellas un papel carbón (dos destinatarios hacen siempre más creíbles las mentiras).

            Luego comencé a escribir. Noté que una vaporosa liviandad se apoderaba de mí nuevamente. Aproveché una fina hebra de lucidez y fui derramando renglones sin más intención que ocupar los vertiginosos huecos de los minutos en blanco. Al tiempo, y conforme alejaba de mí la pretensión de alimentar la nostalgia y el desgarro, el texto fue tensándose como la cuerda de un arco que arrastra consigo una flecha mortal. Me impulsó un deseo inmenso de engrandecerme, de adueñarme de una superioridad aplastante que me alzara como un águila imperial ante el cuchillo y la mirada furibunda que no tardarían en llegar. Y por un momento el aire fresco de la primavera pareció encender en mi mente una oportunidad remota de liberación. Detuve la escritura y cerré los ojos para reclamar algún grato recuerdo que atenuara la compulsión lacerante que me había atenazado, y me contemplé de niña en una plaza de mi barrio, atrapada por una felicidad inmensa lanzando avioncitos de papel, mientras mi padre se afanaba por imprimirle a sus piezas las formas más aerodinámicas. Seguía con una emoción primitiva sus órbitas inesperadas y al aterrizar suspiraba de júbilo. Cuando abrí de nuevo los ojos quise sentirme poseída por la magia que hacía volar aquellos artefactos tan gráciles, pero me rearmé enseguida ante el temor de que asomara la desazón, y me volqué con fruición sobre la escritura.
            De pronto se quebró todo el remanso que habitaba en el cuarto. Cerré con llave la habitación y no tardé en escuchar sus pasos acelerados y sus bufidos. Adiviné que vendría sudoroso y desencajado, y con las comisuras de los labios ensalivadas. Se dirigió primero a la cocina donde revolvió la cubertería hasta extraer su brazo de carnicero. Luego accionó con brusquedad la manilla de la puerta y gritó colérico:
            –¡Abre, hija de puta, deja que te coja!
            No sé dónde oculté la angustia que estuvo a punto de desmoronarme. Sólo la fuerza que brotaba de lo que le había escrito y la posibilidad del suicidio me otorgaron la serenidad suficiente para contestarle:
            –Te abriré, pero quiero que leas esto que he escrito. Al fin y al cabo me vas a matar, qué más te da.
            –No juegues más conmigo, zorra. Tiraré la puerta abajo.
            Introduje el papel por debajo de la puerta mientras él se desesperaba con la cerradura. Unos instantes más de forcejeo, y al fin pudo más su tentación de encontrar el reconocimiento de su esposa arrepentida y avergonzada. Cogió la hoja entre rezongos agitados y comenzó a leer:
            Cuando te salpique el primer borbotón de mi sangre sobre tu cara, ya habrás vengado la ofensa que te ha anunciado el dios de tu bragueta. Luego me darás tantas cuchilladas como ocasiones en que he encontrado la felicidad en la cama de otros hombres. Y los estertores de mi agonía los contarás como jadeos complacientes de otras gargantas más viriles que la tuya. Cerraré los ojos una primera vez, pero no será para morir todavía: intentaré rememorar los orgasmos más sublimes que he tenido para fijarlos en la memoria que me acompañará siempre.
            –¡Mentira, esto es mentira! – gritó como un poseso.
            Y si notas que en los momentos previos a la expiración final se me contrae levemente el rostro, estaré expulsando el recuerdo de tu imagen de animal de sexo dudoso porque no quiero que ensucie el poco equipaje que llevo en la retina.
            Terminarás tu trabajo y permanecerás absorto y arrepentido ante la ninfa que hizo de tu sexo vulgar una fuente de placer desconocido. Yo te lo enseñé todo, porque llegaste a la cama la primera vez como un ciervo pasmado que no sabía ni quitarse la ropa delante de una mujer. Reconócelo, tuve que convertir a un castrado cerebral en un machito discreto, y tuve que mostrarte la cara oculta de la perversión –de la que luego te jactabas ante tus amigos– porque eras incapaz de excitar a una ninfómana. Si supieran que a pesar de los años todavía te desenvuelves con torpeza, que cada noche acabo con la sensación de hacer el amor con un maniquí de cartón piedra, que tu desnudez cadavérica sólo alentaría a los necrófilos, que aún no sabes utilizar bien el preservativo.
            –Zorra, mentirosa, sabes muy bien que nunca hemos utilizado el condón. ¡Te voy a descuartizar!
            Y ahora, mientras me voy muriendo, me entretengo haciendo un avioncito de papel, de esos que me hacía mi padre. Lo haré con la copia de esto que estás leyendo para que vuele y aterrice conmigo.
            De repente sus bramidos explotaron con la fuerza de un huracán. Empujó la puerta con toda la vehemencia que pudo y logró abrirla de un golpe seco. Se dirigió a la ventana, abierta de par en par y, sin percatarse de que me hallaba escondida tras un armario, se precipitó hacia el avioncito que ya describía sus órbitas en el corazón de la primavera. Cuando logró atraparlo, ya era demasiado tarde, pero al menos volaba con su dignidad repuesta. Antes de cerrar la ventana corrí a lavarme las manos; el sudor de su espalda no me dejaba ser libre todavía.






Editado por El toro de barro en el año 2004, 
El hospital inglés
del autor canario Juan José Mendoza, obtuvo en el año 2003 el prestigioso Premio de Cuentos de 
EL ATENEO DE LA LAGUNA.






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