Primavera piso veinte
Juan José Mendoza
Yo
esperaba que llegara con aquella violencia arrebatada, profiriendo sus injurias
vejatorias y sus exabruptos a espuertas. No tuve tiempo suficiente para llamar
a alguien, para huir (me encontraría alguna vez), para improvisar alguna
trinchera o algún pretexto que pudiera detener su furia. Pero al asomarme a la
ventana y recibir una bocanada de aire fresco y húmedo que sólo era posible en
la primavera de un vigésimo piso, se instaló en mí la sugerente idea de
privarlo de su carnicería y llegar a la muerte antes de que se ensañara conmigo
como era su desenfrenado deseo. Fue así cómo me invadió una resignación
reposada tan balsámica como el talco en la piel.
Sentí
una irradiación distinta al recrearme por última vez en el hormigueo urbano que
llenaba de movimiento las faldas de los edificios. Desconocía qué sabor tenía
la última contemplación premeditada de las cosas, y me entregué a una
improvisada ceremonia de despedida de algunos escenarios de mi historia. Luego,
adhiriendo a la retina las secuencias recientes y casi póstumas, regresé a la
habitación a derretir los segundos de la espera. «Sólo se muere una vez»,
pensé, «y es preferible hacerlo en primavera». Y con la intención de que todo
el aire de la floración envolviera mis últimos resuellos, decidí dejar la
ventana bien abierta.
A
pesar del sosiego, me llegaba el susurro del vacío casi como un recordatorio
fatídico del dolor que me aguardaba. Debía distraer la mente para ahuyentar el
pánico indefinido que me venía como a vaharadas y me senté en la mesa del
escritorio, poblado de retratos que parecían sumarse impasibles a aquel último
acto. De su examen fugaz sólo me sobrevino un recuerdo infantil: mi madre
atenuando la crueldad del rey persa Sahriyar y engrandeciendo la astucia de
Sherezade para aplazar hasta el infinito su muerte segura, mientras yo aceptaba
inocente la licitud del monarca para disponer de la vida de sus súbditos.
«¡Hijo de perra, Sahriyar, que Alá te saje tu falo!», me pareció oírme a mí
misma.
Como solía hacer de joven cuando me zarandeaba alguna tormenta adolescente, arranqué dos hojas en blanco del cuaderno de los despojos sentimentales y metí entre ellas un papel carbón (dos destinatarios hacen siempre más creíbles las mentiras).
Como solía hacer de joven cuando me zarandeaba alguna tormenta adolescente, arranqué dos hojas en blanco del cuaderno de los despojos sentimentales y metí entre ellas un papel carbón (dos destinatarios hacen siempre más creíbles las mentiras).
De pronto se quebró todo el remanso que habitaba en el cuarto. Cerré con llave la habitación y no tardé en escuchar sus pasos acelerados y sus bufidos. Adiviné que vendría sudoroso y desencajado, y con las comisuras de los labios ensalivadas. Se dirigió primero a la cocina donde revolvió la cubertería hasta extraer su brazo de carnicero. Luego accionó con brusquedad la manilla de la puerta y gritó colérico:
–¡Abre,
hija de puta, deja que te coja!
No
sé dónde oculté la angustia que estuvo a punto de desmoronarme. Sólo la fuerza
que brotaba de lo que le había escrito y la posibilidad del suicidio me
otorgaron la serenidad suficiente para contestarle:
–Te
abriré, pero quiero que leas esto que he escrito. Al fin y al cabo me vas a
matar, qué más te da.
–No
juegues más conmigo, zorra. Tiraré la puerta abajo.
Introduje
el papel por debajo de la puerta mientras él se desesperaba con la cerradura.
Unos instantes más de forcejeo, y al fin pudo más su tentación de encontrar el
reconocimiento de su esposa arrepentida y avergonzada. Cogió la hoja entre
rezongos agitados y comenzó a leer:
Cuando
te salpique el primer borbotón de mi sangre sobre tu cara, ya habrás vengado la
ofensa que te ha anunciado el dios de tu bragueta. Luego me darás tantas
cuchilladas como ocasiones en que he encontrado la felicidad en la cama de
otros hombres. Y los estertores de mi agonía los contarás como jadeos
complacientes de otras gargantas más viriles que la tuya. Cerraré los ojos una
primera vez, pero no será para morir todavía: intentaré rememorar los orgasmos
más sublimes que he tenido para fijarlos en la memoria que me acompañará
siempre.
–¡Mentira, esto es mentira! – gritó como
un poseso.
Y
si notas que en los momentos previos a la expiración final se me contrae
levemente el rostro, estaré expulsando el recuerdo de tu imagen de animal de
sexo dudoso porque no quiero que ensucie el poco equipaje que llevo en la
retina.
Terminarás
tu trabajo y permanecerás absorto y arrepentido ante la ninfa que hizo de tu
sexo vulgar una fuente de placer desconocido. Yo te lo enseñé todo, porque
llegaste a la cama la primera vez como un ciervo pasmado que no sabía ni
quitarse la ropa delante de una mujer. Reconócelo, tuve que convertir a un
castrado cerebral en un machito discreto, y tuve que mostrarte la cara oculta
de la perversión –de la que luego te jactabas ante tus amigos– porque eras
incapaz de excitar a una ninfómana. Si supieran que a pesar de los años todavía
te desenvuelves con torpeza, que cada noche acabo con la sensación de hacer el
amor con un maniquí de cartón piedra, que tu desnudez cadavérica sólo alentaría
a los necrófilos, que aún no sabes utilizar bien el preservativo.
–Zorra,
mentirosa, sabes muy bien que nunca hemos utilizado el condón. ¡Te voy a
descuartizar!
Y
ahora, mientras me voy muriendo, me entretengo haciendo un avioncito de papel,
de esos que me hacía mi padre. Lo haré con la copia de esto que estás leyendo
para que vuele y aterrice conmigo.
De
repente sus bramidos explotaron con la fuerza de un huracán. Empujó la puerta
con toda la vehemencia que pudo y logró abrirla de un golpe seco. Se dirigió a
la ventana, abierta de par en par y, sin percatarse de que me hallaba escondida
tras un armario, se precipitó hacia el avioncito que ya describía sus órbitas
en el corazón de la primavera. Cuando logró atraparlo, ya era demasiado tarde,
pero al menos volaba con su dignidad repuesta. Antes de cerrar la ventana corrí
a lavarme las manos; el sudor de su espalda no me dejaba ser libre todavía.
Editado por El toro de barro en el año 2004,
El hospital inglés,
del autor canario Juan José Mendoza, obtuvo en el año 2003 el prestigioso Premio de Cuentos de
EL ATENEO DE LA LAGUNA.
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