lunes, 9 de noviembre de 2020

«la esposa», de Ariel Fridman

 

Ariel Fridman
(Argentina, 1970)

La esposa

 

 

Con mi esposa alquilábamos una pequeña casa junto al cementerio, a varios kilómetros de Belchite, todas las tardes ella salía a pasear. Tenía una gran pasión en sus ojos, una pasión profunda e irresistible por ese lugar. Siempre caminaba cerca del cementerio, siempre sobre el cementerio, siempre dentro del cementerio. Parecía haber nacido allí, entre líquenes laminados de fuego que brillaban bajo el naciente sol, y se movían con dulzura, hasta alcanzar las orillas de juncos murmuradores que chapoteaban contra las lápidas de unas tumbas, que solo tienen profundidades negras donde los muertos se pudren bajo el fango. Aquí habitan los locos, los suicidas, las fieras incendiadas, las estrellas caídas. Una noche cuando el clima era magnífico, apacible y la luna brillaba en un cielo azulado y lechoso, el rostro de mi esposa resplandecía como un espectro. Esa tranquilidad me espantó, me hizo temblar y un sudor frio me helo la piel de cordero. Me dije ¿cómo podía ella aparecer en el atavió de mi luto? ¿en la resurrección de su pelambre de loba?, si meses atrás había visto su cadáver con un tajo enorme en el cuello. ¡Cuántos recuerdos guardaba de ella! Ustedes no saben lo que es rociarse con la espuma de la soledad. Pronunciar esa palabra con la caligrafía de la sangre, :soledad, que puede ser misteriosa, profunda, desconocida. Que te lleva a ver en las noches, cosas que no son. Donde te hace escuchar ruidos que no se conocen. Trataba de razonar, pero este horror inexplicable crecía y crecía para convertirse en terror. La muerte que irrumpió en la casa, brillaba rabiosa sobre el aceite hirviente de mi desesperación. Me hablaba en voz alta, escuchaba su voz ronca, monótona, triste. :Ahora estoy arriba, en tu mundo, decía. ¿O será que abajo estás tú?, en el mío. Entonces abrí los ojos como se abre una boca para mostrar los alaridos que nacen de la fiebre y descubrí que no estaba viviendo mi realidad, me encontraba transitando dentro del sueño de mi esposa muerta, enterrada en el légamo de éste cementerio, el más atroz de todos.



 Grandes Obras de 
EToro de Barro




La trayectoria literaria de Agustín Díaz Pacheco (Tenerife, 1952), se inició desde el periodismo vocacional. Su obra narrativa es muy extensa: Los nenúfares de piedra (premio de cuentos "Ángel Acosta", 1982); La cadena de agua y otros cuentos (1984); El camarote de la memoria, (1987 y 1999), La rotura indemne (1989, Premio de Cuentos Canarios), La red (1989, Accésit Premio de Cuentos Canarios); La mirada de plata (1993); Proa en nieblas (1999), y Breves atajos (2002). Cuentos suyos figuran en varias antologías, y en el estudio antológico El cuento literario del siglo XX en Canarias (1999), del profesor y escritor Juan José Delgado. Su novela El camarote de la memoria (Editorial Cátedra, Madrid, 1987, y Canarias, 1999), ha sido objeto de atención crítica en otros países. Ha sido seleccionado por 1a revista Cuadernos del Ateneo de La Laguna (Tenerife) y la revista Quorum (Zagreb, Croacia) junto a relevantes escritores canarios y croatas, respectivamente, ocupando un lugar preeminente en la literatura contemporánea.





































miércoles, 25 de abril de 2012

"Ejecutar a Schubert", de Óscar Alonso



            Su cara era como un cuarto de baño barato. Un retrete de colegio sin ventana. Alicatado en blanco hasta el techo y cuatro piezas de la gama standard: dos ojos pequeños, grises, donde asomaba ese brillo acuoso que distingue a los batracios, una nariz grasienta hasta la obscenidad y una boca como una línea mal pintada, desdibujada entre la nariz y la barbilla, donde a veces en la comisura cabalgaba una babilla blanca, persistente. Era como un water proletario: anodino, sin gracia, sin color. Y su aliento olía como huelen los wáteres baratos: a esa mezcla de lejía y pis antiguo. Quizás por eso mascaba chicle todo el día, y luego fumaba. Chicle y tabaco no parece una mala combinación, si se tiene la boca cerrada. Pero cuando hablaba se resquebrajaba su raquítico decorado. Con cada palabra uno podía identificar sin duda aquel hedor a oscura cloaca que fermentaba en su boca. Era inevitable girar la cara con repugnancia para esquivar el aire que provenía de su sentina. Y era inevitable pensar que algo maligno se cocía en su interior.
            Por lo demás, Mercedes era una chica que no desmerecía. A cierta distancia, o a esa distancia donde la vista ya flojea y los detalles se desvirtúan con malicia, la cosa mejoraba ostensiblemente. Vista desde atrás, mientras caminaba por la acera rumbo a la oficina, o a sus asuntos anónimos, cualquiera hubiera podido calificarla como atractiva. Una mujer de pelo oscuro, melena leonino, formas insinuantes, caderas anchas bien proporcionadas, sin llegar a la exageración que promovieron las modas decimonónicas, unas caderas que oscilaban con cada paso remarcando las sugerencias de una ropa interior bajo las faldas tan antigua y casta como superlativa. Su delantera también destacaba sobre las raquíticas proporciones que fomentan los diseñadores actuales. Tenía unos pechos maternales, agrestes, que se movían con vida propia bajo un sujetador acorazado; pechos que uno no podía dejar de mirar como se miraban los de la Sofía Loren en sus buenos tiempos...., bueno, los de Sofía Loren, o los de la Lollobrigida. Sus pechos también debían de provenir de una Italia de posguerra, rural y bucólica, una Italia profunda y por ese motivo ignota, donde siempre existía una prima virgen de boca entreabierta y piernas desnudas, mordiendo una manzana o tendiendo la ropa al sol.
            Yo solía espiarla desde la ventana de mi casa. Desde que estaba en paro no tenía nada mejor que hacer. No podía quejarme, ciertamente. Heredé el piso del viejo cuando murió el año pasado. Todo seguía como él lo dejó. Con aquel inmenso armario contra la pared del salón, como si fuese una habitación más. No tenía ni dinero ni ganas para una mínima reforma. Ni  siquiera me apetecía cambiar el colchón donde lo encontraron muerto. Sin embargo, el sitio tenía sus compensaciones. Tres veces por semana, lunes, miércoles y viernes, a las cinco menos cuarto, me acodaba en el alfeizar de la cocina, prendía un cigarrillo y me limitaba a esperar. A veces tomaba posición un poco antes, disfrutando por anticipado de su aparición por la esquina del restaurante chino. Me demoraba mirando hacia las ventanas de la fachada de enfrente. No hacen falta demasiadas luces para reconocer el tipo de gente que vive en este barrio. Sus casas lo proclaman con claridad. Bloques cuadrados de diez pisos que se repiten calle a calle como en una pesadilla de ladrillo en torno a unos jardines de dimensiones escuálidas donde una vez plantaron un árbol, o un arbusto, o un geranio. Escaleras oscuras, con un ascensor para dos personas y tabiques delgados que dejan pasar hasta el sonido más tímido. ¿Qué decir, entonces, de un piano castigado sin descanso por un adolescente tres veces por la semana: lunes, miércoles y viernes, con la puntualidad enfermiza que despliegan para sus cosas todos los jóvenes? ¿Y las escalas ascendentes y descendentes de Schmitt, Op. 16; los veinticinco estudios para manos pequeñas de Bertini, Op. 100; los de Burgmüller, o las sonatinas de Kuhlau? Ese pequeño artista lo estaba intentando de veras. A pesar de las quejas de los vecinos, a pesar de los golpes en las paredes y los insultos en el portal, tenía la persistencia de los suicidas, tenía madera de ganador. Quizás aspiraba a salir de este horrendo lugar donde todo parece condenado al fuego para después reírse a gusto cuando ocupara un lujoso chalet junto al mar. La música no era un mal camino para la redención.


            Sí lo era que fuese mi vecino.
            A las cinco menos diez en punto, la figura de Mercedes surgía por la esquina del chino, con un cigarrillo en la mano y mascando chicle, avanzaba con paso firme hasta la marquesina del autobús y cruzaba la calle. Desde la ventana podía imaginar el bote de sus pechos a cada paso, sus tacones castigando el suelo, diminutas gotitas de sudor asomando bajo la nariz, resbalando por los sobacos, acunándose en el canalillo de su escota. Después la perdía de vista cuando entraba en mi portal. Luego, podía escuchar claramente la maquinaria tortuosa del ascensor bajando, la puerta que se abría, se cerraba, otra vez el engranaje agonizante de poleas y ruedas dentadas hacia arriba, la frenada seca, la puerta, el taconeo discreto de Mercedes hasta el felpudo del cuarto C, el timbre como una descarga eléctrica.
            Era puntual. Eso es lo que más me gustó de ella desde un principio. Nunca había sorpresas de última hora, nunca había retrasos. En mi portal vivía un pequeño genio musical que reclama su dosis semanal de perfeccionamiento, un alma sensible que había que encauzar hacia la gloria musical, y un parado acodado en la ventana. Y Mercedes venía con su carpeta de partituras bajo el brazo para liberarnos.
            Escuché los saludos de rigor mientras Mercedes, precedida del adolescente, atravesaba el pasillo, giraba a la derecha y ocupaba el salón. Alguien apagó las risas enlatadas procedentes de un programa de televisión.
            —Schubert –sonó la voz de Mercedes. Hubo un silencio acerbo en el que imaginé al joven alumno sentado frente al teclado, la partitura abierta, con las manos a unos centímetros de las teclas, la espalda erguida y la mirada alucinada.
            Schubert, susurré para mí. Mi favorito.

            Las clases habían comenzado dos meses atrás, coincidiendo con el otoño, el comienzo del curso escolar y la aparición en el portal de un inmenso piano de pared de segunda mano. Parecía sacado de los restos de una película del oeste. Todavía conservaba el candelabro derecho en buen estado; del izquierdo sólo quedaba la llaga de los tornillos y un desconchado. Estaba desportillado en los laterales y según le diera la luz, uno calibraba  su verdadero color a medio camino entre el suave castaño y el cruel cerezo. Me topé con él a la altura del segundo piso, en un recodo de la escalera donde había quedado dolorosamente encajonado. Los cuatro operarios del transporte decidieron en ese momento hacer un alto en la ascensión bloqueando el paso. Fumaban sentados en la escalera. Me miraron cuando llegué a su altura, se encogieron de hombros y siguieron fumando en silencio. Tuve que volver a bajar al portal, esperar al ascensor durante un buen rato y esquivar la barricada.
            Dos horas más tarde, el piano ocupaba el rellano del tercer piso. Acerqué mi ojo bueno a la mirilla para espiar. Se abrió la puerta del C y salió un joven descolorido de pelo largo. Vestía un pantalón vaquero y una camiseta antiglobalización. Calculé que tendría dieciséis o diecisiete años. Esa edad indefinida que poseen ahora los chicos. Demasiado mayores para ser niños, demasiado jóvenes para ser hombre. Vamos, un puñetero incordio.
            —¿Todavía suena? –les preguntó, metiéndose las manos en los bolsillos.
            —Sonará –respondió uno de los porteadores que dirigió la maniobra de introducirlo en la casa.
            El resto lo sé de oídas. Golpes en las paredes, suelos rallados, más golpes y el estampido final al dejarlo caer en su lugar definitivo: el salón, a pocos centímetros de mí.
            Los primeros días tuve que sufrir aquellas manos inexpertas, ansiosas por desentrañar el secreto de las notas, que se obstinaban con desesperación sobre un teclado vedado a los no iniciados. A cualquier hora del día o de la noche, de repente, sonaba un fa solitario, como pidiendo ayuda, un acorde estridente clamando una luz en la oscura trama de los pentagramas. Me despertaba. Daba un bote en el sofá con el corazón golpeando furioso y ya no podía volver a conciliar el sueño, porque esperaba una respuesta a esa nota náufraga. Me levantaba, iba a la cocina, abría una lata de cerveza y me sentaba yo también a esperar la siguiente nota. Una nota que podía tardar unos minutos o unas horas.
            Pensé entonces que los pianos debían ser prohibidos en los edificios de más de cinco pisos. Como los perros, los niños recién nacidos, los sordos, los concursos televisivos y las fritangas de pescado. Y debía permitirse en estos mismos lugares el uso de escopetas recortadas, cuchillos de monte y arietes de asalto, sólo para situaciones excepcionales.
            Todo comienzo es doloroso, todo camino es doloroso, todo triunfo es doloroso. Contra eso no hay antídoto. Cuanto antes se aprenda esta lección, mejor. Debí decírselo al chico en cuanto vi el piano, pero de qué hubiera servido. Él quería escapar y yo era un don nadie.
            Por aquel entonces, como he dicho, yo no trabajaba. Simplemente me había cansado de madrugar. Tenía treinta y cinco años, y con el subsidio del paro y una pequeña ayuda por miserabilidad que me daba el ayuntamiento ganaba más que trabajando todo el día. Pasaba el tiempo sesteando, mirando por la ventana y bebiendo cerveza. De vez en cuando alquilaba una película porno o me daba una vuelta por el barrio de los puticlubs. La mayoría de esas veces regresaba a casa solo, paraba de nuevo en el videoclub, compraba más cerveza y alquilaba otra peli porno.
            La música entonces vino a cambiarlo todo.



            Por las tardes, a esa hora en que la gente decente se echa la siesta, mi vecino se sentaba ante el piano y comenzaba su particular serenata de notas discordantes. Las sesiones se prolongaban durante horas, a veces hasta la hora de la cena. Todo el barrio quedaba naufragando entonces entre tanta nota hostil, que salía del tercero C sin gracia, sin ritmo, sin armonio, sin una puñetera idea de tocar el piano. Por cercanía yo era el primero en golpear la pared con el puño. Las notas seguían ametrallando los oídos. Golpeaba con el zapato, con una lata de cerveza, con lo que tenía a mano. El vecino contestaba aporreando con saña el teclado. Desde otros pisos se unían a la rebelión y sonaban golpes por todas las paredes, recuerdos a la madre del vástago, a la abuela, hasta que el joven intérprete reconocía su derrota y de un sonoro portazo cerraba la tapa del piano y ponía la música a todo volumen. La calma regresaba poco a poco al vecindario como una marea.
            Una tarde sucedió lo impensable. Estaba sentado en el sofá con el zapato en la mano esperando el inicio de la serenata vespertina y dispuesto a llegar hasta el final de una vez por todas cuando el piano comenzó a sonar a la hora prevista. Primero despacio, como acariciando las teclas, susurrando las notas, envolviendo el edificio en una extraña melodía irreal. Me levanté del sofá, pegué el oído a la pared y pude escucharlo mejor. El sonido provenía de un lugar más a la derecha, justo donde quedaba el armario de mi padre. No tenía intención de moverlo, así que me arrimé todo lo que pude a su esquina lateral y escuché. Las escalas se encadenaban entre sí, podía identificar la mano derecha punteando las teclas mientras la izquierda la seguía a dos octavas menos. ¡Schubert!, exclamé. ¡Es Schubert! ¡La Virgen puñetera! ¡Hasta yo puedo reconocerlo cuando nadie asesina sus partituras! Estaba sonando el Impromptus Op. 90 de Schubert como si la mismísima María Joao Pires estuviese sentada al otro lado de la pared. Me recorrió un escalofrío de bondad por la espalda. Aquella música no era de este mundo y, ciertamente, mi vecino estaba en camino hacia el paraíso. La interpretación duró exactamente veintiséis minutos  y veinticuatro segundos en los que no pude mover mi oreja de la pared. A ratos llegaba la respiración entrecortada de mi vecino, respirando con fuerza, dejándose llevar por las notas, ofreciendo el milagro de la transustanciación sobre un piano de segunda mano. Simplemente era genial. Había acariciado el virtuosismo. La pieza terminó y se hizo un silencio áspero que sólo podía completarse con una cerrada ovación. Salí a la escalera vestido con mi pantalón de pijama y la camiseta de tirantes dispuesto a felicitar al muchacho pero me detuve en el umbral de la puerta, con la mano todavía en el picaporte, al tiempo que la del muchacho se abría y la traspasaba aquella mujer joven de busto prominente y piernas robustas.
            —Hasta el viernes, Bruno –se despidió con una media sonrisa ladina.
            —Adiós, Mercedes.
            —¡Oye, chico! –les interrumpí–. Ha sido estupendo. Tu interpretación al piano, quiero decir. Nunca había escuchado una cosa así.
            Mercedes me dedicó un gesto de maestra satisfecha mientras encendía un cigarrillo:
            —Se lo acabo de repetir –dijo echando el humo–. Tiene mucho futuro en esto.
            —Ya. No ha estado mal.
            —En serio, Bruno. Me ha conmovido la pieza de Schubert –insistí.
            Mercedes me miró con interés:
            —¿Le gusta Schubert?
            Entonces me llegó su aliento a caverna deshabitada. Un olor acre que sólo pude identificar con el que se respiraba en los baños de las tascas de viejo. Pensé en alguna muela podrida, una caries o alguna oculta enfermedad nacida de lo más recóndito de su estómago. Pensé esas cosas y también en sus pechos renuentes en los que me hubiese gustado quedarme a vivir.
            —¿Bromea? –dije reprimiendo un gesto de repugnancia–. Es mi autor favorito.
            —¿Ves, Bruno? –se volvió hacia el muchacho–. Otro amante de Schubert. ¿Hasta el viernes, entonces?
            —No sé... No me llega para pagar la siguiente clase.
            —Yo la pago –tercié sin pensarlo.
            Bruno y Mercedes se miraron.
            —Son cincuenta euros... –la mujer hizo amago de marcharse pero se detuvo en la puerta del ascensor.
            Calculé mentalmente el dinero que tenía hasta fin de mes. Descontando los gastos de cerveza, tabaco, pelis porno y algo de comida, podía permitirme el lujo de ser un pequeño mecenas del arte. Quizás, con el tiempo, fuese una inversión rentable, a devolver con intereses. Por supuesto.
            —¡Hasta el viernes! –afirmé sonriendo.

            A las cinco menos diez del viernes, Mercedes atravesó la calle desde el restaurante chino en dirección a mi portal. La vi enseguida porque desde mi ventana buscaba su perfil entre la gente. Llevaba un vestido estampado poco propicio para el mes de diciembre y zapatos de tacón. Por un instante me pasó por la cabeza la imagen obscena de esas mujeres que permanecían acodadas en los puticlubs a los que yo solía acudir a tomar una cerveza y a mirar desde una esquina de la barra mientras los demás clientes flirteaban con ellas y, de forma ordenada, se encaminaban hacia los reservados del piso superior. Oí el mecanismo obsoleto del ascensor, la puerta que se abría, el timbre, sus pasos por el pasillo del piso C y luego la conversación con Bruno. Los primeros acordes del piano sonaron estridentes, inusuales. Como una preparación para lo que iba a llegar en breve. El resto, sencillamente, fue un recital magistral.
            Schubert, cómo no.
            Los días se sucedieron con la misma claridad que los conciertos de piano. Siempre Schubert, siempre el Impromptus, como si se tratara de una liturgia, o un rito de condenación. Un círculo cerrado cuyo principio y fin pasaban necesariamente por la Op. 90.  Pese a ello, yo no me cansaba de escuchar la pieza, de seguir con delectación los veintisiete minutos y veinticuatro segundos como un rito semanal. Lunes, miércoles y viernes me disponía en primera fila, como un espectador privilegiado para gozar en privado de aquel virtuosismo que, sorprendentemente, me reconciliaba con el mundo. Después de cada sesión, abandonaba mi locutorio particular, salía entusiasmado al descansillo de la escalera y soltaba los cincuenta euros a Bruno o a Mercedes según se terciara. El chico nunca decía que no a mi pequeño óbolo. Nunca terminaba de darme las gracias del todo, como si sospechara que en un futuro no demasiado lejano, sería él quien tuviese que devolver el favor en forma de golosos dividendos. Quizás por eso la suya era una gratitud silenciosa, huraña, como la amistad fraguada por los compañeros de trabajo, condenados a soportarse. Mercedes mascaba chicle y fumaba complacida. Plantada junto a la puerta del ascensor, reinaba sobre una pequeña parcela de este planeta como debían hacerlo en la Italia de posguerra todas las Sofía Loren que poblaron las fantasías de varias generaciones. Y todas sonreían a sus pequeños alumnos con el mismo gesto golfo y aplicado que Mercedes nos dedicaba antes de desaparecer en el ascensor.
            Con el fin de no menguar mi economía quise hacer partícipe de los gastos al resto de la comunidad organizando una colecta. Nueve pisos por cuatro manos en cada piso hacen un total de treinta y seis puertas. Era optimista en mis cálculos. Después de trajinarme todos los pisos y regresar a casa para contar las monedas obtenidas, la recaudación ascendió a una cifra con cierto sentido místico. Ciertamente debía de esconder alguna otra verdad que de momento se hacía invisible. Cinco euros y veinticinco céntimos. Se lo di al chaval. Esbozó una sonrisa acompañada de un desinflado: gracias, y desapareció tras su puerta. La música era lo primero. Era la redención. Nuestra salvación.

            Todo fue bien hasta el miércoles pasado. Esperé a Mercedes, como siempre. Oí la maquinaria del ascensor, la puerta, de nuevo la maquinaria, el timbre, los saludos de rigor, su taconeo por el pasillo del vecino hasta que las voces sonaron opacas en el salón.
            Silencio. Me acerqué hasta la pared para escuchar mejor. Bruno y Mercedes estaban hablando en voz baja. Parecían discutir. ¡Mierda! No podía oír nada con aquel armario en medio del salón. Lo abrí. Al instante salió de su interior un intenso olor a humedad. Estaba lleno de perchas de las que colgaban ropas viejas, algún traje de antes de la guerra, un par de abrigos pasados de moda y varios vestidos de mujer. Fue entonces, en aquel cubil de madera húmeda y oscura, cuando me dio en los ojos un pequeño destello de luz. Me pareció un reflejo procedente del interior. Tal vez alguna hebilla de un cinturón, un botón o un trozo de espejo. Busqué algo metálico entre las ropas, tratando de no hacer ruido, pero sólo me topé con el fondo rugoso del armario, y en medio, entre dos listones de madera, como una espita abierta hacia el cielo, aquel pequeño agujero de donde salía una luz artificial. Una luz que surgía directamente de una lámpara encendida en el tercero C.
            ¿Desde cuándo estaba allí aquel pequeño agujero? ¿El viejo lo había conocido, tal vez lo había usado, y por eso colocó el armario en medio? El viejo. ¡Qué cabronazo! Por eso nunca quiso vender el piso. Este era el legado a su único hijo. Un agujero en el mundo.
            Acerqué el ojo y se abrió de inmediato una porción del salón de mi joven vecino. Enfrente podía ver el piano de segunda mano con su candelabro superviviente y una partitura abierta, la lámpara iluminando las teclas y el banco vacío. Las conversaciones llegaban de un ángulo a la derecha del piano que yo no podía localizar. El tiempo pasaba. Mercedes cruzó el salón seguida de Bruno. Volvieron a pasar. Bruno se sentó por fin al piano y la mujer quedó por detrás. Schubert, de nuevo. El Impromptus Op. 90 comenzó a sonar con la maestría de un genio. Mercedes llevaba el compás con su mano derecha mientras la izquierda se apoyaba sobre el hombro de su alumno. Era maravilloso escuchar en vivo el Allegro de cuatro minutos y treinta y nueve segundos, saltarín, juguetón, mientras las notas graves daban el contrapunto necesario de comedimiento.  Bruno oscilaba su cuerpo adelante y atrás guiado por el pulso experto de la mujer. Me recosté un momento contra la pared del armario. Yo era el artífice de que aquello pudiera estar ocurriendo en un anónimo bloque de nueve pisos de un insignificante barrio obrero. Respiré profundamente cuando las últimas notas del segundo movimiento quedaron suspendidas en el aire como la despedida de un amante. Andante mosso, tercer movimiento, seis minutos y treinta y dos segundos para olvidarse del mundo, del viejo muerto en su cama, del subsidio y la cerveza, incluso del agujero en la pared. Bruno haciendo milagros sobre un piano de segunda mano, sin un solo error, sin una interrupción, tocado por una mano divina, por un don surgido de cincuenta euros extras para su clase del viernes. Acababa de descubrir a un prodigio de la música. Me iba a forrar.



            Apliqué de nuevo el ojo al pequeño agujero. La música sonaba de manera deliciosa. Comenzaba el cuarto y último movimiento Allegretto, siete minutos y diecinueve segundos, la culminación de la pieza, la despedida juguetona de Schubert sustentada en un motivo que se repite a intervalos. Bruno tenía la mano izquierda sobre el teclado y miraba a Mercedes con ojos tiernos, rendidos. Movimiento descriptivo, envolvente: el mar estrellándose contra las rocas, una pareja paseando por la orilla a la hora del atardecer, nuevamente una despedida inevitable. Las notas correteando por las teclas. Mercedes había cambiado de posición. Ahora estaba arrodillada a sus pies, sonriendo, enseñando una dentadura blanquísima que no correspondía con el resto de su cara, con el vestido recogido en la cintura, mostrando unas bragas rosas ribeteadas de puntillas. Con ambas manos apretaba el pene duro del muchacho. Lentamente lo introdujo en su boca.  El chico, con la mano libre tomó la cabeza de la mujer para guiar el ritmo de la felación mientras la música seguía derramándose, mágica, enigmática, portentosamente traidora hacia los últimos siete minutos y diecinueve segundos del Impromptus, que sonaban a todo volumen desde algún tocadiscos cercano.
            No pude dejar de mirar hasta que todo culminó en un silencio enigmático. Mercedes se levantó lentamente, se limpió la comisura de los labios y recompuso el vestido. Luego, como si tal cosa, se metió un chicle en la boca, prendió un cigarrillo y extendió la mano reclamando el billete de cincuenta euros. El chico se lo dio. Después giró lentamente la cabeza, satisfecho por ejecución de la pieza, mirando hacia la pared, mirando con desgana hacia un punto concreto de su superficie, hacia ese lugar que, como me temía, correspondía exactamente con la disposición que ocupaba mi ojo.
            ¡Cincuenta euros por una mamada! ¡Este chico es idiota! Cincuenta euros que yo había estado soltando tres veces a la semana como un imbécil.

            Abandoné mi observatorio cuando Mercedes y sus curvas de ménade salían de la casa. Estaba atardeciendo. Abrí una cerveza, le di un trago y me asomé a la ventana para seguir la estela de aquella mujer inquietante cuyo aliento tanto me había llamado la atención. Hacía frío. En la calle ya estaban encendidas las luces de navidad.
            Schubert comenzó a sonar otra vez. A todo volumen. Me retumbaba en los oídos, golpeaba las sienes ejecutando una venganza. Ya no me conmovía. Schubert era una mierda. La música era una gran plasta reservada a otra gente.
            Desde los balcones, los vecinos se asomaban para adormilarse con el parpadeo de las bombillas de colores. Era bonito. La gente salía a la calle para ver discurrir la vida con esa inestable placidez que siempre acompaña a los pobres. Era un entretenimiento barato. Con un poco de suerte serían testigos de algún atropello en la esquina del restaurante chino o un robo en la farmacia. La gente acodada en las ventanas miraba y esperaba, sin prisa. Como si sospecharan otra  verdad. Como si en el fondo poseyeran un secreto. Tal vez ese secreto que a los demás se nos escapa y que, por supuesto, no están dispuestos a compartir.









Ejecutar a Schubert, de Óscar Alonso, obtuvo Premio de Narrativa Ateneo de la Laguna en el año 2004, siendo editado por El toro de barro un año después











jueves, 12 de abril de 2012

"La balada del carcelero", de Agustín Díaz Pacheo





LA BALADA DEL CARCELERO

Agustín Díaz Pachecho
(Línea de Naufragio, Toro de Barro, Cuenca 2003)



            El silencio es testigo invisible, agazapado. Un carcelero presencia el descanso de los presidiarios. Mientras, el carcelero ha encomendado buena parte de su vida en vigilarlos. Son hombres jóvenes, personas entradas en edad cuya lozanía se ha marchitado en componiendo un abominable bestiario. Sólo reciben alguna visita, hasta que el opresivo ambiente de la cárcel termina por convencer a amigos y hasta familiares, los va disuadiendo, y terminan por adormecer su conciencia enviándoles cartas y algún paquete que es minuciosamente inspeccionado. En no pocas ocasiones, el carcelero evita mirar sus rostros, detenerse en sus facciones. Tiene la sensación de que lo acusan, que lo odian. Él no tiene la menor culpa de sus delitos, de sus condenas, del diario sufrimiento.
            Algunos presidiarios llevan años aislados. Algunos escriben, otros, los menos, leen. Están los que se entretienen en los talleres, y bastantes son los que tienen que cumplir la agotadora labor de cumplir con los trabajos forzados a que han sido condenados.
            Es lo que sucede en la cárcel. Estricta vigilancia de día. Silencio durante la noche.
            Al llegar el ocaso, las galerías mantienen una tenue luz, una claridad difusa. La oscuridad no es absoluta. En muchas ocasiones el carcelero puede escuchar voces, diálogos bisbiseados, exclamaciones que provienen de atormentados sueños. En ciertos momentos de la madrugada surge alguna que otra voz reclamando la distancia obligada del hogar, la familia, la esposa, los hijos, los amigos. Escucha también el murmullo ahogado del sollozo. Piensa que se lo tienen merecido, pero luego recapacita. A pesar de que han robado, extorsionado, violado o asesinado, y suponen una amenaza para la sociedad, siempre surge la duda. Aun siendo simples delincuentes, el carcelero medita en la segunda y hasta tercera oportunidad que debe brindársele a toda persona.
            Las cárceles todas son muros, islas de un archipiélago sin libertad, un conjunto de islas amordazadas por fuera y acalladas por dentro. Dentro de tales islas sólo hay silencio y miseria. Él presencia las cadenas invisibles. Están marcadas en los ojos. Una mirada triste. Presencia su falta de libertad y cree que los presidiarios pueden comprobar su atenta vigilancia.


            ¿Qué concepto tienen de mi ocupación, cómo estiman mi oficio, cómo medirán mi conducta, cuántas veces maldecirán mi falta de sueño? Y sólo de pensarlo me entra escalofríos. Muchas veces puedo comprobar unos labios, cómo diría yo, sí, provocativos, unos labios provocativos y unas miradas que inquietan. Otras veces se dedican a las ironías, se dedican a hacer bromas, las hacen adrede, y hasta también hacen burlas, son astutos como zorros. Los acompaño, a veces de día, a veces de noche. Pero entonces es cuando no me pongo de acuerdo conmigo mismo; yo no puedo escapar del círculo de la prisión, del maldito agobio que hay en la prisión. Es un momento desagradable, muy desagradable, porque es doloroso, y yo me digo que también soy un presidiario, un represor quizá, sí, un represor como me dijo un día Anthony Rockwell, el abogado, un majadero, un cabrón, un tío que se ha hecho un hombre en la trena.
            A veces no puedo dormir cuando estoy en casa. Mis sueños me ponen en la misma cárcel, rodeado de barrotes por todos lados, de sudor, un maldito y cochino sudor, y gritos, es horroroso cómo gritan estos cabrones, y no digo nada de los que están condenados a trabajos forzados y extenuaciones. En toda la tira de años que llevo aquí dentro, no he podido olvidar sus quejas, sus ruegos, sus gritos, cuando se callan como putas, sus voces, sus malditas voces, aunque había un poeta que decía que eran voces naufragando entre sueños. Eran voces de unos mal nacidos. Pero, pero, ¿cómo puedo mirar sus pupilas? ¿De dónde coño saco yo el valor para tratar de tú a tú a individuos que han recibido sentencias firmes, que han recibido sentencias, penas sin remisión?
            Hace algunos días tuve que torcer la mirada de la mayor de mis hijas. Tiene unos ojos azules muy bonitos, unos ojos que no pierden ni un detalle. Me molestó cómo me observaba, cuidadosamente, pero me observaba. Los ojos parecían dos tizones, me quemaban, joder, me quemaban, vaya si me quemaban. No habló nada, no dijo ni mu. A veces mis amigos me miran y me vuelven a mirar en el bar, ante unas buenas cervezas, cuando tiramos dardos o nos ponemos a hablar de nuestra estancia en la India. No dejan de hacerme preguntas, una tras otra, todas sobre la cárcel.Ya los conozco, así que les salgo con bromas. Cuando vuelvo a la cárcel, al entrar de servicio, vuelvo a pensar en las largas y pesadas horas que tengo que aguantar, y que se hacen aún más pesadas durante la noche. Y tengo que vigilar con mucho cuidado a los cabrones que están en las celdas de castigo. Pero a veces se me pone un nudo en la garganta, son los huevos que se me ponen de corbata, y sucede cuando lo de las visitas de familiares, las visitas de amigos. No dejan de llorar.


            Aquí hay quienes dibujan, quienes pintan, quienes hacen figuras de papel, quienes pintan, quienes leen o quienes escriben. No son todos, pero sí son los que más resisten. La mayor parte se dedica a no dar golpe. Se dedican a darle vueltas a la cabeza, con lo cual no hacen nada más que complicarse la vida, se vuelven débiles o se vuelven unos brutos. Pero no sé por qué razón he llegado a pensar que yo soy menos libre que los que están en la trena. Quizá los enchironados sean mis guardianes y no me lo quieren decir. A veces no dejo de pensar que de una manera que yo no acierto a comprender yo puedo ser un enchironado como ellos, porque en cierto sentido dependo de ellos. Yo, de rebote, le saco partido a la delincuencia, a tantos patanes, a tanta gentuza. Y quién sabe si yo soy peor que muchos de ellos, pero la cosa está bien clara: ellos están tras las rejas, bien enchironados, y yo estoy fuera.


            Ahora estoy intentando leer por cuarta vez la misma página del libro que me mandó un recluso. Se llamaba Sebastian Melmoth. Me voy de la página, tengo que centrarme. Estoy pensando en Sebastian Melmoth. Estoy pensando en los hombres que están en la trena. Y vuelvo otra vez a preguntarme a mí mismo. Sin todo el tiempo que están enchironados yo no podría sostener una familia, tener dinero para la comida, que la familia se alimente y que no pase necesidades, y pegarme unas pequeñas vacaciones. ¿Al fin y al cabo, y gracias a los presos, a que yo soy uno más de los que los vigilan, puedo ganarme un sueldo decente, de lo cual no me debo quejar?
            Me agota el cansancio, trabajando sin cesar, soportando a una pandilla de gandules, de cerdos, los que a veces me hacen dudar, los mismos que me han ido poniendo nervioso ante los ojos de mi pequeña Anne. Y ahora que me viene a la memoria Anne, ¿qué disculpa tendré que inventarme, qué decirle, qué inventarme ante mi otra hija, la mayor, Elisabeth? Anne habla como un loro, es que no para, y habla que te habla y me suelta lo del vuelo libre de las aves y la brisa que viaja por el paisaje. ¿He de hablar con su maestro, y qué le diré? Me soltará en mis narices que Anne es una pequeña poeta, una niña delicada. Yo creo que Anne sabe algo de mis quebraderos de cabeza, lo sospecha. No sé, no sé qué he podido leer en sus ojos, porque tiene unos ojos que atraviesan, vaya que si atraviesan. ¿Me estaré volviendo loco? Cada vez escasean más mis conversaciones cuando estoy en casa. Los nervios, que me pueden. Me conducen a líos y más líos, hasta que llega a dolerme la cabeza. ¿Tengo disculpas? ¿Cuáles y cómo explicárselas a la familia, a los amigos en el bar, cuando tomamos cerveza? Cada vez creo más que mi trabajo de carcelero tiene algo que ver con lo que han hecho los presos.
            Escucho un toque en una de las puertas. Ah, es John Farwell, el atracador. Robar para dar de comer a su familia es algo que me intriga. Me recuerda a Robin Hood, pero tirando a lo malo. No robaba para vivir lleno de lujo. ¿Quién es el que tiene la culpa de que Farwell esté en prisión? O el presidiario Lawrence Mulligan, que golpeó hasta herir gravemente a un degenerado que intentaba violar a su hija, una adolescente de dieciséis años. ¿Dónde está el hombre que intentaba violar a la hija de Mulligan, rodeado de abogados caros y sentándose en uno de los clubes de Liverpool?
            Vuelvo a escuchar otro toque en la celda de Farwell y he de llegarme a ver qué carajo quiere, ¿Qué pasa, Farwell, con tanto toquito en la puerta, tocotocotocotoc, qué coño pasa con tanto tocotocotocotoc?, pregunta el carcelero, ¿Un poco de agua, algo de agua, tengo mucha sed?, suplica el preso, Farwell, bien sabe usted que hasta la hora del desayuno no se puede abrir su celda, está del todo prohibido, así que cállese, joder, suena enérgica y reglamentaria la voz del carcelero. Creo que mis palabras han servido para que se calle de una puñetera vez, hasta por la mañana por lo menos. Pero creo que se le podría traer un poco de agua. Pero no puedo, no puedo hacerlo, lo prohíbe el reglamento. ¿Pero si yo olvidara el reglamento durante unos cuantos minutos?, sí, tal vez Farwell dormiría mejor, mejor dicho, podría dormir. Vaya manera de vivir, tanto los presos como yo. Unos y otros, todos revueltos sin querer. Mientras unos duermen o quieren dormir, yo estoy despierto o no me queda otro remedio que estar sin dormir, menudo panorama. Los presos y yo tenemos una relación bastante rara, bastante especial. Pero los presos no viven en libertad. Lo han dicho los jueces, las leyes, y hasta yo tengo que aguantar el reglamento. ¿Pero dónde está la diferencia? Pero no dejo de pensar que muchos presos ya no saben cómo amanece. Ya no se acuerdan del ruido que se hace en las calles, ni el griterío en los bares. En la trena han aprendido a olvidarse para poder conocer otra manera de vivir la vida, de lo contrario no durarían dos días. Ya no oyen a los pájaros ni la brisa haciendo que se muevan las ramas de los árboles. Están bien encerrados.Terminarán por olvidarlos. Y cuando salgan de aquí algunos de ellos no tardarán en volver a chirona.


            No me queda más remedio que pensar, ¿en qué pensarán estos hombres? menuda paciencia la que tienen, En ocasiones acuden a mí, me piden un cigarrillo a hurtadillas, a veces no me queda más remedio. Dicen alguna frase, les contesto con un gesto, con un movimiento de cabeza. En el patio se suelen reunir en pequeños grupos. Parecen miembros de una tribu. No es otra cosa más que pura simpatía entre ellos, pura amistad. Pero yo no me puedo mover de aquí y estar con mil ojos. No me queda más remedio que vigilar a los muy cabrones.
            He de caminar un ratito. Si sigo sentado hace que me tiente el sueño. Caminaré durante unos minutos. Parezco un centinela, un guardián de personas equivocadas, de tíos raros, fuera de la ley, fuera de la sociedad. Pero parece que hay algo que nos une. Tenemos un trato muy especial.
            Voy a sentarme. Intentaré leer algo.
            No dejo de recordar al preso ce punto treinta y tres.
            Era alto y distinguido. Todo un caballero. Pero poco a poco se fue marchitando. El estar solo, sentirse burlado, alejado y saber que hasta muchos compañeros lo despreciaban, tenía que ser algo bastante tremendo. Más de uno le recordaba el porqué estaba encerrado, otros lo llamaban abiertamente maricón y hacían gestos con las manos y movían las caderas igual que las mujeres. La cárcel le resultaba algo insoportable. No era su sitio, era una persona delicada, bastante delicada. Creo que era una cuestión de carácter. Pero al recluso ce punto treinta y tres terminaron por dejarle leer y escribir, también recibir varias visitas.
            De vez en cuando venía su amigo. ¿Cómo era su nombre? ¡Ah, ya sí, Frank Harris! Se notaba que era una persona con un gran sentido de la amistad, bastante amigo del preso ce punto treinta y tres. Se preocupaba bastante por el preso ce punto treinta y tres, y llegó a hablar con el director de la cárcel y también con el médico.
            Poco tiempo después el preso ce punto treinta tres se pasaba todo el día leyendo, escribiendo. Recuerdo que me gané su respeto, lo cual no era tan difícil en él. Era todo un caballero. Ahora queda la mugre, la gentuza. ¡Qué diferencia!
            ¡Cuánto dolor, Dios mio, cuánto dolor y arrepentimiento el del preso ce punto treinta y tres! Lo condenó el juez Mills, quien habló de "ser el centro de la más inmunda corrupción, contagiosa y dañina para la juventud", según decían los periódicos. Leí que la gente que estaba presente en la Sala le armó un lío al juez Mills, creyeron que la pena era demasiada, que no era justicia sino venganza. Lo condenó a dos años de prisión y trabajos forzados. Recuerdo que los periódicos decían que se había formado una Comisión Real o algo parecido y que dijeron que la pena era brutal, inhumana. Pero no hicieron caso.
            Recuerdo que ingresó en la cárcel en mayo de 1895. Después fue peor. Un día, durante la misa, celebrada en la prisión de Wandsworth, y es que el preso ce punto treinta y tres estaba en la enfermería, sufrió una caída que vino a afectarle uno de sus oídos. Fue otro paso de calvario. Cuando salió de la cárcel, en 1897, podíamos ver a un hombre desecho, marchito, bastante envejecido, una sombra de la persona que entró en mayo de 1895.


            Es así como me he convencido de que el silencio en la cárcel es oscuro y cruel. He notado muchas maneras de comportarse, tanto en presos como en policías, también en algún juez que ha estado por aquí. En el dichoso caso del preso ce punto treinta y tres, siempre he sospechado del juez Mills. Mucha pasión, mucha pasión la suya, parecía algo personal. Se podía leer en los periódicos y en la gente, que, como siempre, no se pone de acuerdo. La sentencia que el juez Mills impuso a Sebastian Melmoth parece más bien la pena con la que castiga un converso.
            Supe de las problemas de Sebastian Melmoth, de su sufrimiento. Era un preso especial que no podía deshacerse de una sociedad estrecha donde abundaba la moralina. La prisión de Reading no era su sitio, no era el sitio para que él cumpliera la pena. Sebastian Melmoth era un hombre acostumbrado a ambientes bastante diferentes, se le notaba. Era un hombre con mucha clase. Un perfecto caballero, vaya si lo creo, un perfecto caballero, completamente diferente a la gallanía que tenemos aquí, llena de cabrones, de auténticos hijos de puta, mucha, pero que mucha gentuza. Era un dandy, como decían los periódicos, un hombre demasiado delicado, que no podía aguantar la soledad, el ambiente callado que hay dentro de la prisión, las burlas de los golfos que están enchironados o la dureza de un régimen interno que, vamos, de apaga y vámonos. Fue después de cumplir condena, cuando salió y se fue a Francia, tiempo después, cuando su editor me mandó un ejemplar del libro. Recuerdo la portada y el título, De Profundis, escrito por Oscar Wilde, el libro estaba firmado con su nombre, Oscar Wilde, aunque yo prefiero llamarlo Sebastian Melmoth, me da más libertad, es como si me refiriera a otra persona, al otro Oscar Wilde, a Sebastian Melmoth, quiero decir, al preso ce punto treinta y tres.
            Lo continúo recordando. Un caballero al que pusieron una letra y dos números, ce punto treinta y tres, Oscar Wilde, una persona atropellada, combatido por los hipócritas victorianos que se las saben todas, tanto en Londres como en otras ciudades. Murió unos tres años después de salir de la cárcel. Sí, creo que fue en noviembre de 1900. Me llenó de tristeza, lo pasé fatal. Aunque no me cogió desprevenido, porque Sebastian Melmoth estaba como muerto, pero en vertical, sí, un muerto vertical, igual que mueren los árboles que no son cuidados, los árboles maltratados. Yo sigo creyendo que no hace falta dar sepultura a un hombre, porque lo pueden enterrar en vida. Se las apañan para ponerle un sudario mientras toma aire. Y yo imagino cómo es el sudario, lo he visto en la trena. Está hecho con palabras, con palabras y maltratos. Después viene la muerte verdadera. Pero la primera es la peor muerte en la que podemos creer, al menos es lo que yo pienso y sigo pensando. Creo que ninguna persona debe morir, aunque algunos canallas que están aquí deberían ser ahorcados. Bueno, es lo que pienso en ocasiones.
            ¿Qué pensaría de mí Sebastian Melmoth? ¿Cuántas veces maldeciría mi nombre, cuántas veces? Aunque la verdad sea dicha, jamás noté la menor mirada de odio en Sebastian Melmoth. Me respetaba y yo me siento orgulloso de cómo me trató, quisieran otros ser tratados como me trató a mí, pero Sebastian Melmoth trataba a todos con educación, era una persona sensible. Era todo un caballero. Los demás, los que se han quedado aquí, sí me odian, me aborrecen, no me pueden ver. Bueno, a veces pienso que pueden tener razón, pero yo no tengo culpa de lo que les ha pasado, aunque creo que el reglamento es bastante duro, más que duro. Sebastian Melmoth era diferente. Delicado, bastante delicado, y caballeroso, por supuesto que sí, sin un mal gesto, muy diferente de la gentuza que me toca vigilar.
            Ahora no me queda más remedio que recordar a Anne, mi hija, la más pequeña. ¿Si hubiera conocido a Sebastian Melmoth hablaría de otra manera? Creo que sí. Tal vez le hubiera dicho algo a Sebastian Melmoth, algo sobre el vuelo libre de las aves y la brisa que viaja por el paisaje, pero la niña no había nacido. ¿Le hubiera gustado a Sebastian Melmoth, oír sus palabras? Seguro que sí, era todo un hombre de principios, todo un caballero. Pero sigo dándole vueltas a la cabeza, ¿qué le contestaré a mi hija la menor si me pregunta algo sobre la cárcel? Bueno, podré decirle que los hombres jóvenes envejecen y que los mayores aguantan hasta que mueren. ¿Qué le diré a la niña, qué le podré decir? ¿Que las cárceles son como islas, que pueden ser como un archipiélago esparcido por todo el Imperio, que es lo que dice el señor director? A veces no tengo ganas de salir de la cárcel, quedarme aquí, deseo evitar el contacto con los míos, me siento mal cuando me miran, y lo paso mal cuando creo que me van a hacer alguna pregunta. Creo que yo también soy un preso, pero diferente, un preso al que le aguantan un poco de libertad. Sería de los que podría hablar con Sebastian Melmoth. Seguro que me prestaría atención. De un hombre como él no se puede esperar otra cosa, a pesar de que diga lo que diga el juez Mills. Pero, pensándolo bien, sólo hablé con Sebastian Melmoth en cinco ocasiones, ni una más ni una menos. De habérmelo encontrado en Francia, ¿me hubiera saludado? Yo creo que sí, pero sólo puedo decir que creo que sí, no puedo decir nada más pensando en Sebastian Melmoth, y ya comienza a amanecer, dentro de poco a casa, como siempre.
            La sombra extendida, la madrugada, también se hace cómplice del silencio. En ocasiones, algunos presos sueñan que los muros han sido derribados por el aire y que las ramas se aproximan a la cárcel para poder subirse encima. Un silencio imponente. Más de un sueño, un sueño que corre ligero de piernas, que corre libre y alegre por la campiña inglesa. Personas sin grilletes que visitan tabernas, que juegan a los dardos, que pasean con su esposa e hijos, que leen, que trabajan. Pero la navaja de la pesadilla yugula el amanecer escondido en la prisión y se alza la hora insensible de la mazmorra y el juicio de los hombres, de la prisión, y los ojos sirven como tenazas de las personas, las mismas que no creen en el hombre y refractarios a la libertad. Mientras los filósofos hablan de la dignidad propia de la  misma condición humana, los verdugos de ademanes gentiles hacen con sus finas manos el nudo de la horca, pero otros se les han anticipado, dictando sentencias, trabajando la madera hasta volverla ataúd, erigiendo muros, cercenando la respiración, excavando fosas, y colocando una cruz en la que se podrá leer unas iniciales o bien el nombre del ajusticiado, sin olvidar la fecha de nacimiento y la de su muerte. A veces, la cruz portará una dedicatoria escrita por algún recluso, por un capellán piadoso o bien por algún amigo o un miembro de la familia. En la cruz, algún poema, alguna frase, una admiración, y serán palabras cercanas al horizonte en el que el hombre siempre ha pensado, palabras que suelen estar ausentes en las islas de elevados muros, en los archipiélagos donde la constante tormenta persigue cómo enjaular y hacer morir la dignidad.







La trayectoria literaria de Agustín Díaz Pacheco (Tenerife, 1952), se inició desde el periodismo vocacional. Su obra narrativa es muy extensa: Los nenúfares de piedra (premio de cuentos "Ángel Acosta", 1982); La cadena de agua y otros cuentos (1984); El camarote de la memoria, (1987 y 1999), La rotura indemne (1989, Premio de Cuentos Canarios), La red (1989, Accésit Premio de Cuentos Canarios); La mirada de plata (1993); Proa en nieblas (1999), y Breves atajos (2002). Cuentos suyos figuran en varias antologías, y en el estudio antológico El cuento literario del siglo XX en Canarias (1999), del profesor y escritor Juan José Delgado. Su novela El camarote de la memoria (Editorial Cátedra, Madrid, 1987, y Canarias, 1999), ha sido objeto de atención crítica en otros países. Ha sido seleccionado por 1a revista Cuadernos del Ateneo de La Laguna (Tenerife) y la revista Quorum (Zagreb, Croacia) junto a relevantes escritores canarios y croatas, respectivamente, ocupando un lugar preeminente en la literatura contemporánea.