miércoles, 25 de abril de 2012

"Ejecutar a Schubert", de Óscar Alonso



            Su cara era como un cuarto de baño barato. Un retrete de colegio sin ventana. Alicatado en blanco hasta el techo y cuatro piezas de la gama standard: dos ojos pequeños, grises, donde asomaba ese brillo acuoso que distingue a los batracios, una nariz grasienta hasta la obscenidad y una boca como una línea mal pintada, desdibujada entre la nariz y la barbilla, donde a veces en la comisura cabalgaba una babilla blanca, persistente. Era como un water proletario: anodino, sin gracia, sin color. Y su aliento olía como huelen los wáteres baratos: a esa mezcla de lejía y pis antiguo. Quizás por eso mascaba chicle todo el día, y luego fumaba. Chicle y tabaco no parece una mala combinación, si se tiene la boca cerrada. Pero cuando hablaba se resquebrajaba su raquítico decorado. Con cada palabra uno podía identificar sin duda aquel hedor a oscura cloaca que fermentaba en su boca. Era inevitable girar la cara con repugnancia para esquivar el aire que provenía de su sentina. Y era inevitable pensar que algo maligno se cocía en su interior.
            Por lo demás, Mercedes era una chica que no desmerecía. A cierta distancia, o a esa distancia donde la vista ya flojea y los detalles se desvirtúan con malicia, la cosa mejoraba ostensiblemente. Vista desde atrás, mientras caminaba por la acera rumbo a la oficina, o a sus asuntos anónimos, cualquiera hubiera podido calificarla como atractiva. Una mujer de pelo oscuro, melena leonino, formas insinuantes, caderas anchas bien proporcionadas, sin llegar a la exageración que promovieron las modas decimonónicas, unas caderas que oscilaban con cada paso remarcando las sugerencias de una ropa interior bajo las faldas tan antigua y casta como superlativa. Su delantera también destacaba sobre las raquíticas proporciones que fomentan los diseñadores actuales. Tenía unos pechos maternales, agrestes, que se movían con vida propia bajo un sujetador acorazado; pechos que uno no podía dejar de mirar como se miraban los de la Sofía Loren en sus buenos tiempos...., bueno, los de Sofía Loren, o los de la Lollobrigida. Sus pechos también debían de provenir de una Italia de posguerra, rural y bucólica, una Italia profunda y por ese motivo ignota, donde siempre existía una prima virgen de boca entreabierta y piernas desnudas, mordiendo una manzana o tendiendo la ropa al sol.
            Yo solía espiarla desde la ventana de mi casa. Desde que estaba en paro no tenía nada mejor que hacer. No podía quejarme, ciertamente. Heredé el piso del viejo cuando murió el año pasado. Todo seguía como él lo dejó. Con aquel inmenso armario contra la pared del salón, como si fuese una habitación más. No tenía ni dinero ni ganas para una mínima reforma. Ni  siquiera me apetecía cambiar el colchón donde lo encontraron muerto. Sin embargo, el sitio tenía sus compensaciones. Tres veces por semana, lunes, miércoles y viernes, a las cinco menos cuarto, me acodaba en el alfeizar de la cocina, prendía un cigarrillo y me limitaba a esperar. A veces tomaba posición un poco antes, disfrutando por anticipado de su aparición por la esquina del restaurante chino. Me demoraba mirando hacia las ventanas de la fachada de enfrente. No hacen falta demasiadas luces para reconocer el tipo de gente que vive en este barrio. Sus casas lo proclaman con claridad. Bloques cuadrados de diez pisos que se repiten calle a calle como en una pesadilla de ladrillo en torno a unos jardines de dimensiones escuálidas donde una vez plantaron un árbol, o un arbusto, o un geranio. Escaleras oscuras, con un ascensor para dos personas y tabiques delgados que dejan pasar hasta el sonido más tímido. ¿Qué decir, entonces, de un piano castigado sin descanso por un adolescente tres veces por la semana: lunes, miércoles y viernes, con la puntualidad enfermiza que despliegan para sus cosas todos los jóvenes? ¿Y las escalas ascendentes y descendentes de Schmitt, Op. 16; los veinticinco estudios para manos pequeñas de Bertini, Op. 100; los de Burgmüller, o las sonatinas de Kuhlau? Ese pequeño artista lo estaba intentando de veras. A pesar de las quejas de los vecinos, a pesar de los golpes en las paredes y los insultos en el portal, tenía la persistencia de los suicidas, tenía madera de ganador. Quizás aspiraba a salir de este horrendo lugar donde todo parece condenado al fuego para después reírse a gusto cuando ocupara un lujoso chalet junto al mar. La música no era un mal camino para la redención.


            Sí lo era que fuese mi vecino.
            A las cinco menos diez en punto, la figura de Mercedes surgía por la esquina del chino, con un cigarrillo en la mano y mascando chicle, avanzaba con paso firme hasta la marquesina del autobús y cruzaba la calle. Desde la ventana podía imaginar el bote de sus pechos a cada paso, sus tacones castigando el suelo, diminutas gotitas de sudor asomando bajo la nariz, resbalando por los sobacos, acunándose en el canalillo de su escota. Después la perdía de vista cuando entraba en mi portal. Luego, podía escuchar claramente la maquinaria tortuosa del ascensor bajando, la puerta que se abría, se cerraba, otra vez el engranaje agonizante de poleas y ruedas dentadas hacia arriba, la frenada seca, la puerta, el taconeo discreto de Mercedes hasta el felpudo del cuarto C, el timbre como una descarga eléctrica.
            Era puntual. Eso es lo que más me gustó de ella desde un principio. Nunca había sorpresas de última hora, nunca había retrasos. En mi portal vivía un pequeño genio musical que reclama su dosis semanal de perfeccionamiento, un alma sensible que había que encauzar hacia la gloria musical, y un parado acodado en la ventana. Y Mercedes venía con su carpeta de partituras bajo el brazo para liberarnos.
            Escuché los saludos de rigor mientras Mercedes, precedida del adolescente, atravesaba el pasillo, giraba a la derecha y ocupaba el salón. Alguien apagó las risas enlatadas procedentes de un programa de televisión.
            —Schubert –sonó la voz de Mercedes. Hubo un silencio acerbo en el que imaginé al joven alumno sentado frente al teclado, la partitura abierta, con las manos a unos centímetros de las teclas, la espalda erguida y la mirada alucinada.
            Schubert, susurré para mí. Mi favorito.

            Las clases habían comenzado dos meses atrás, coincidiendo con el otoño, el comienzo del curso escolar y la aparición en el portal de un inmenso piano de pared de segunda mano. Parecía sacado de los restos de una película del oeste. Todavía conservaba el candelabro derecho en buen estado; del izquierdo sólo quedaba la llaga de los tornillos y un desconchado. Estaba desportillado en los laterales y según le diera la luz, uno calibraba  su verdadero color a medio camino entre el suave castaño y el cruel cerezo. Me topé con él a la altura del segundo piso, en un recodo de la escalera donde había quedado dolorosamente encajonado. Los cuatro operarios del transporte decidieron en ese momento hacer un alto en la ascensión bloqueando el paso. Fumaban sentados en la escalera. Me miraron cuando llegué a su altura, se encogieron de hombros y siguieron fumando en silencio. Tuve que volver a bajar al portal, esperar al ascensor durante un buen rato y esquivar la barricada.
            Dos horas más tarde, el piano ocupaba el rellano del tercer piso. Acerqué mi ojo bueno a la mirilla para espiar. Se abrió la puerta del C y salió un joven descolorido de pelo largo. Vestía un pantalón vaquero y una camiseta antiglobalización. Calculé que tendría dieciséis o diecisiete años. Esa edad indefinida que poseen ahora los chicos. Demasiado mayores para ser niños, demasiado jóvenes para ser hombre. Vamos, un puñetero incordio.
            —¿Todavía suena? –les preguntó, metiéndose las manos en los bolsillos.
            —Sonará –respondió uno de los porteadores que dirigió la maniobra de introducirlo en la casa.
            El resto lo sé de oídas. Golpes en las paredes, suelos rallados, más golpes y el estampido final al dejarlo caer en su lugar definitivo: el salón, a pocos centímetros de mí.
            Los primeros días tuve que sufrir aquellas manos inexpertas, ansiosas por desentrañar el secreto de las notas, que se obstinaban con desesperación sobre un teclado vedado a los no iniciados. A cualquier hora del día o de la noche, de repente, sonaba un fa solitario, como pidiendo ayuda, un acorde estridente clamando una luz en la oscura trama de los pentagramas. Me despertaba. Daba un bote en el sofá con el corazón golpeando furioso y ya no podía volver a conciliar el sueño, porque esperaba una respuesta a esa nota náufraga. Me levantaba, iba a la cocina, abría una lata de cerveza y me sentaba yo también a esperar la siguiente nota. Una nota que podía tardar unos minutos o unas horas.
            Pensé entonces que los pianos debían ser prohibidos en los edificios de más de cinco pisos. Como los perros, los niños recién nacidos, los sordos, los concursos televisivos y las fritangas de pescado. Y debía permitirse en estos mismos lugares el uso de escopetas recortadas, cuchillos de monte y arietes de asalto, sólo para situaciones excepcionales.
            Todo comienzo es doloroso, todo camino es doloroso, todo triunfo es doloroso. Contra eso no hay antídoto. Cuanto antes se aprenda esta lección, mejor. Debí decírselo al chico en cuanto vi el piano, pero de qué hubiera servido. Él quería escapar y yo era un don nadie.
            Por aquel entonces, como he dicho, yo no trabajaba. Simplemente me había cansado de madrugar. Tenía treinta y cinco años, y con el subsidio del paro y una pequeña ayuda por miserabilidad que me daba el ayuntamiento ganaba más que trabajando todo el día. Pasaba el tiempo sesteando, mirando por la ventana y bebiendo cerveza. De vez en cuando alquilaba una película porno o me daba una vuelta por el barrio de los puticlubs. La mayoría de esas veces regresaba a casa solo, paraba de nuevo en el videoclub, compraba más cerveza y alquilaba otra peli porno.
            La música entonces vino a cambiarlo todo.



            Por las tardes, a esa hora en que la gente decente se echa la siesta, mi vecino se sentaba ante el piano y comenzaba su particular serenata de notas discordantes. Las sesiones se prolongaban durante horas, a veces hasta la hora de la cena. Todo el barrio quedaba naufragando entonces entre tanta nota hostil, que salía del tercero C sin gracia, sin ritmo, sin armonio, sin una puñetera idea de tocar el piano. Por cercanía yo era el primero en golpear la pared con el puño. Las notas seguían ametrallando los oídos. Golpeaba con el zapato, con una lata de cerveza, con lo que tenía a mano. El vecino contestaba aporreando con saña el teclado. Desde otros pisos se unían a la rebelión y sonaban golpes por todas las paredes, recuerdos a la madre del vástago, a la abuela, hasta que el joven intérprete reconocía su derrota y de un sonoro portazo cerraba la tapa del piano y ponía la música a todo volumen. La calma regresaba poco a poco al vecindario como una marea.
            Una tarde sucedió lo impensable. Estaba sentado en el sofá con el zapato en la mano esperando el inicio de la serenata vespertina y dispuesto a llegar hasta el final de una vez por todas cuando el piano comenzó a sonar a la hora prevista. Primero despacio, como acariciando las teclas, susurrando las notas, envolviendo el edificio en una extraña melodía irreal. Me levanté del sofá, pegué el oído a la pared y pude escucharlo mejor. El sonido provenía de un lugar más a la derecha, justo donde quedaba el armario de mi padre. No tenía intención de moverlo, así que me arrimé todo lo que pude a su esquina lateral y escuché. Las escalas se encadenaban entre sí, podía identificar la mano derecha punteando las teclas mientras la izquierda la seguía a dos octavas menos. ¡Schubert!, exclamé. ¡Es Schubert! ¡La Virgen puñetera! ¡Hasta yo puedo reconocerlo cuando nadie asesina sus partituras! Estaba sonando el Impromptus Op. 90 de Schubert como si la mismísima María Joao Pires estuviese sentada al otro lado de la pared. Me recorrió un escalofrío de bondad por la espalda. Aquella música no era de este mundo y, ciertamente, mi vecino estaba en camino hacia el paraíso. La interpretación duró exactamente veintiséis minutos  y veinticuatro segundos en los que no pude mover mi oreja de la pared. A ratos llegaba la respiración entrecortada de mi vecino, respirando con fuerza, dejándose llevar por las notas, ofreciendo el milagro de la transustanciación sobre un piano de segunda mano. Simplemente era genial. Había acariciado el virtuosismo. La pieza terminó y se hizo un silencio áspero que sólo podía completarse con una cerrada ovación. Salí a la escalera vestido con mi pantalón de pijama y la camiseta de tirantes dispuesto a felicitar al muchacho pero me detuve en el umbral de la puerta, con la mano todavía en el picaporte, al tiempo que la del muchacho se abría y la traspasaba aquella mujer joven de busto prominente y piernas robustas.
            —Hasta el viernes, Bruno –se despidió con una media sonrisa ladina.
            —Adiós, Mercedes.
            —¡Oye, chico! –les interrumpí–. Ha sido estupendo. Tu interpretación al piano, quiero decir. Nunca había escuchado una cosa así.
            Mercedes me dedicó un gesto de maestra satisfecha mientras encendía un cigarrillo:
            —Se lo acabo de repetir –dijo echando el humo–. Tiene mucho futuro en esto.
            —Ya. No ha estado mal.
            —En serio, Bruno. Me ha conmovido la pieza de Schubert –insistí.
            Mercedes me miró con interés:
            —¿Le gusta Schubert?
            Entonces me llegó su aliento a caverna deshabitada. Un olor acre que sólo pude identificar con el que se respiraba en los baños de las tascas de viejo. Pensé en alguna muela podrida, una caries o alguna oculta enfermedad nacida de lo más recóndito de su estómago. Pensé esas cosas y también en sus pechos renuentes en los que me hubiese gustado quedarme a vivir.
            —¿Bromea? –dije reprimiendo un gesto de repugnancia–. Es mi autor favorito.
            —¿Ves, Bruno? –se volvió hacia el muchacho–. Otro amante de Schubert. ¿Hasta el viernes, entonces?
            —No sé... No me llega para pagar la siguiente clase.
            —Yo la pago –tercié sin pensarlo.
            Bruno y Mercedes se miraron.
            —Son cincuenta euros... –la mujer hizo amago de marcharse pero se detuvo en la puerta del ascensor.
            Calculé mentalmente el dinero que tenía hasta fin de mes. Descontando los gastos de cerveza, tabaco, pelis porno y algo de comida, podía permitirme el lujo de ser un pequeño mecenas del arte. Quizás, con el tiempo, fuese una inversión rentable, a devolver con intereses. Por supuesto.
            —¡Hasta el viernes! –afirmé sonriendo.

            A las cinco menos diez del viernes, Mercedes atravesó la calle desde el restaurante chino en dirección a mi portal. La vi enseguida porque desde mi ventana buscaba su perfil entre la gente. Llevaba un vestido estampado poco propicio para el mes de diciembre y zapatos de tacón. Por un instante me pasó por la cabeza la imagen obscena de esas mujeres que permanecían acodadas en los puticlubs a los que yo solía acudir a tomar una cerveza y a mirar desde una esquina de la barra mientras los demás clientes flirteaban con ellas y, de forma ordenada, se encaminaban hacia los reservados del piso superior. Oí el mecanismo obsoleto del ascensor, la puerta que se abría, el timbre, sus pasos por el pasillo del piso C y luego la conversación con Bruno. Los primeros acordes del piano sonaron estridentes, inusuales. Como una preparación para lo que iba a llegar en breve. El resto, sencillamente, fue un recital magistral.
            Schubert, cómo no.
            Los días se sucedieron con la misma claridad que los conciertos de piano. Siempre Schubert, siempre el Impromptus, como si se tratara de una liturgia, o un rito de condenación. Un círculo cerrado cuyo principio y fin pasaban necesariamente por la Op. 90.  Pese a ello, yo no me cansaba de escuchar la pieza, de seguir con delectación los veintisiete minutos y veinticuatro segundos como un rito semanal. Lunes, miércoles y viernes me disponía en primera fila, como un espectador privilegiado para gozar en privado de aquel virtuosismo que, sorprendentemente, me reconciliaba con el mundo. Después de cada sesión, abandonaba mi locutorio particular, salía entusiasmado al descansillo de la escalera y soltaba los cincuenta euros a Bruno o a Mercedes según se terciara. El chico nunca decía que no a mi pequeño óbolo. Nunca terminaba de darme las gracias del todo, como si sospechara que en un futuro no demasiado lejano, sería él quien tuviese que devolver el favor en forma de golosos dividendos. Quizás por eso la suya era una gratitud silenciosa, huraña, como la amistad fraguada por los compañeros de trabajo, condenados a soportarse. Mercedes mascaba chicle y fumaba complacida. Plantada junto a la puerta del ascensor, reinaba sobre una pequeña parcela de este planeta como debían hacerlo en la Italia de posguerra todas las Sofía Loren que poblaron las fantasías de varias generaciones. Y todas sonreían a sus pequeños alumnos con el mismo gesto golfo y aplicado que Mercedes nos dedicaba antes de desaparecer en el ascensor.
            Con el fin de no menguar mi economía quise hacer partícipe de los gastos al resto de la comunidad organizando una colecta. Nueve pisos por cuatro manos en cada piso hacen un total de treinta y seis puertas. Era optimista en mis cálculos. Después de trajinarme todos los pisos y regresar a casa para contar las monedas obtenidas, la recaudación ascendió a una cifra con cierto sentido místico. Ciertamente debía de esconder alguna otra verdad que de momento se hacía invisible. Cinco euros y veinticinco céntimos. Se lo di al chaval. Esbozó una sonrisa acompañada de un desinflado: gracias, y desapareció tras su puerta. La música era lo primero. Era la redención. Nuestra salvación.

            Todo fue bien hasta el miércoles pasado. Esperé a Mercedes, como siempre. Oí la maquinaria del ascensor, la puerta, de nuevo la maquinaria, el timbre, los saludos de rigor, su taconeo por el pasillo del vecino hasta que las voces sonaron opacas en el salón.
            Silencio. Me acerqué hasta la pared para escuchar mejor. Bruno y Mercedes estaban hablando en voz baja. Parecían discutir. ¡Mierda! No podía oír nada con aquel armario en medio del salón. Lo abrí. Al instante salió de su interior un intenso olor a humedad. Estaba lleno de perchas de las que colgaban ropas viejas, algún traje de antes de la guerra, un par de abrigos pasados de moda y varios vestidos de mujer. Fue entonces, en aquel cubil de madera húmeda y oscura, cuando me dio en los ojos un pequeño destello de luz. Me pareció un reflejo procedente del interior. Tal vez alguna hebilla de un cinturón, un botón o un trozo de espejo. Busqué algo metálico entre las ropas, tratando de no hacer ruido, pero sólo me topé con el fondo rugoso del armario, y en medio, entre dos listones de madera, como una espita abierta hacia el cielo, aquel pequeño agujero de donde salía una luz artificial. Una luz que surgía directamente de una lámpara encendida en el tercero C.
            ¿Desde cuándo estaba allí aquel pequeño agujero? ¿El viejo lo había conocido, tal vez lo había usado, y por eso colocó el armario en medio? El viejo. ¡Qué cabronazo! Por eso nunca quiso vender el piso. Este era el legado a su único hijo. Un agujero en el mundo.
            Acerqué el ojo y se abrió de inmediato una porción del salón de mi joven vecino. Enfrente podía ver el piano de segunda mano con su candelabro superviviente y una partitura abierta, la lámpara iluminando las teclas y el banco vacío. Las conversaciones llegaban de un ángulo a la derecha del piano que yo no podía localizar. El tiempo pasaba. Mercedes cruzó el salón seguida de Bruno. Volvieron a pasar. Bruno se sentó por fin al piano y la mujer quedó por detrás. Schubert, de nuevo. El Impromptus Op. 90 comenzó a sonar con la maestría de un genio. Mercedes llevaba el compás con su mano derecha mientras la izquierda se apoyaba sobre el hombro de su alumno. Era maravilloso escuchar en vivo el Allegro de cuatro minutos y treinta y nueve segundos, saltarín, juguetón, mientras las notas graves daban el contrapunto necesario de comedimiento.  Bruno oscilaba su cuerpo adelante y atrás guiado por el pulso experto de la mujer. Me recosté un momento contra la pared del armario. Yo era el artífice de que aquello pudiera estar ocurriendo en un anónimo bloque de nueve pisos de un insignificante barrio obrero. Respiré profundamente cuando las últimas notas del segundo movimiento quedaron suspendidas en el aire como la despedida de un amante. Andante mosso, tercer movimiento, seis minutos y treinta y dos segundos para olvidarse del mundo, del viejo muerto en su cama, del subsidio y la cerveza, incluso del agujero en la pared. Bruno haciendo milagros sobre un piano de segunda mano, sin un solo error, sin una interrupción, tocado por una mano divina, por un don surgido de cincuenta euros extras para su clase del viernes. Acababa de descubrir a un prodigio de la música. Me iba a forrar.



            Apliqué de nuevo el ojo al pequeño agujero. La música sonaba de manera deliciosa. Comenzaba el cuarto y último movimiento Allegretto, siete minutos y diecinueve segundos, la culminación de la pieza, la despedida juguetona de Schubert sustentada en un motivo que se repite a intervalos. Bruno tenía la mano izquierda sobre el teclado y miraba a Mercedes con ojos tiernos, rendidos. Movimiento descriptivo, envolvente: el mar estrellándose contra las rocas, una pareja paseando por la orilla a la hora del atardecer, nuevamente una despedida inevitable. Las notas correteando por las teclas. Mercedes había cambiado de posición. Ahora estaba arrodillada a sus pies, sonriendo, enseñando una dentadura blanquísima que no correspondía con el resto de su cara, con el vestido recogido en la cintura, mostrando unas bragas rosas ribeteadas de puntillas. Con ambas manos apretaba el pene duro del muchacho. Lentamente lo introdujo en su boca.  El chico, con la mano libre tomó la cabeza de la mujer para guiar el ritmo de la felación mientras la música seguía derramándose, mágica, enigmática, portentosamente traidora hacia los últimos siete minutos y diecinueve segundos del Impromptus, que sonaban a todo volumen desde algún tocadiscos cercano.
            No pude dejar de mirar hasta que todo culminó en un silencio enigmático. Mercedes se levantó lentamente, se limpió la comisura de los labios y recompuso el vestido. Luego, como si tal cosa, se metió un chicle en la boca, prendió un cigarrillo y extendió la mano reclamando el billete de cincuenta euros. El chico se lo dio. Después giró lentamente la cabeza, satisfecho por ejecución de la pieza, mirando hacia la pared, mirando con desgana hacia un punto concreto de su superficie, hacia ese lugar que, como me temía, correspondía exactamente con la disposición que ocupaba mi ojo.
            ¡Cincuenta euros por una mamada! ¡Este chico es idiota! Cincuenta euros que yo había estado soltando tres veces a la semana como un imbécil.

            Abandoné mi observatorio cuando Mercedes y sus curvas de ménade salían de la casa. Estaba atardeciendo. Abrí una cerveza, le di un trago y me asomé a la ventana para seguir la estela de aquella mujer inquietante cuyo aliento tanto me había llamado la atención. Hacía frío. En la calle ya estaban encendidas las luces de navidad.
            Schubert comenzó a sonar otra vez. A todo volumen. Me retumbaba en los oídos, golpeaba las sienes ejecutando una venganza. Ya no me conmovía. Schubert era una mierda. La música era una gran plasta reservada a otra gente.
            Desde los balcones, los vecinos se asomaban para adormilarse con el parpadeo de las bombillas de colores. Era bonito. La gente salía a la calle para ver discurrir la vida con esa inestable placidez que siempre acompaña a los pobres. Era un entretenimiento barato. Con un poco de suerte serían testigos de algún atropello en la esquina del restaurante chino o un robo en la farmacia. La gente acodada en las ventanas miraba y esperaba, sin prisa. Como si sospecharan otra  verdad. Como si en el fondo poseyeran un secreto. Tal vez ese secreto que a los demás se nos escapa y que, por supuesto, no están dispuestos a compartir.









Ejecutar a Schubert, de Óscar Alonso, obtuvo Premio de Narrativa Ateneo de la Laguna en el año 2004, siendo editado por El toro de barro un año después











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