Su
cara era como un cuarto de baño barato. Un retrete de colegio sin ventana.
Alicatado en blanco hasta el techo y cuatro piezas de la gama standard: dos
ojos pequeños, grises, donde asomaba ese brillo acuoso que distingue a los
batracios, una nariz grasienta hasta la obscenidad y una boca como una línea
mal pintada, desdibujada entre la nariz y la barbilla, donde a veces en la
comisura cabalgaba una babilla blanca, persistente. Era como un water
proletario: anodino, sin gracia, sin color. Y su aliento olía como huelen los
wáteres baratos: a esa mezcla de lejía y pis antiguo. Quizás por eso mascaba
chicle todo el día, y luego fumaba. Chicle y tabaco no parece una mala
combinación, si se tiene la boca cerrada. Pero cuando hablaba se resquebrajaba
su raquítico decorado. Con cada palabra uno podía identificar sin duda aquel
hedor a oscura cloaca que fermentaba en su boca. Era inevitable girar la cara
con repugnancia para esquivar el aire que provenía de su sentina. Y era
inevitable pensar que algo maligno se cocía en su interior.
Por
lo demás, Mercedes era una chica que no desmerecía. A cierta distancia, o a esa
distancia donde la vista ya flojea y los detalles se desvirtúan con malicia, la
cosa mejoraba ostensiblemente. Vista desde atrás, mientras caminaba por la
acera rumbo a la oficina, o a sus asuntos anónimos, cualquiera hubiera podido
calificarla como atractiva. Una mujer de pelo oscuro, melena leonino, formas
insinuantes, caderas anchas bien proporcionadas, sin llegar a la exageración
que promovieron las modas decimonónicas, unas caderas que oscilaban con cada
paso remarcando las sugerencias de una ropa interior bajo las faldas tan
antigua y casta como superlativa. Su delantera también destacaba sobre las
raquíticas proporciones que fomentan los diseñadores actuales. Tenía unos
pechos maternales, agrestes, que se movían con vida propia bajo un sujetador
acorazado; pechos que uno no podía dejar de mirar como se miraban los de la
Sofía Loren en sus buenos tiempos...., bueno, los de Sofía Loren, o los de la
Lollobrigida. Sus pechos también debían de provenir de una Italia de posguerra,
rural y bucólica, una Italia profunda y por ese motivo ignota, donde siempre
existía una prima virgen de boca entreabierta y piernas desnudas, mordiendo una
manzana o tendiendo la ropa al sol.
Yo
solía espiarla desde la ventana de mi casa. Desde que estaba en paro no tenía
nada mejor que hacer. No podía quejarme, ciertamente. Heredé el piso del viejo
cuando murió el año pasado. Todo seguía como él lo dejó. Con aquel inmenso
armario contra la pared del salón, como si fuese una habitación más. No tenía
ni dinero ni ganas para una mínima reforma. Ni
siquiera me apetecía cambiar el colchón donde lo encontraron muerto. Sin
embargo, el sitio tenía sus compensaciones. Tres veces por semana, lunes,
miércoles y viernes, a las cinco menos cuarto, me acodaba en el alfeizar de la
cocina, prendía un cigarrillo y me limitaba a esperar. A veces tomaba posición
un poco antes, disfrutando por anticipado de su aparición por la esquina del
restaurante chino. Me demoraba mirando hacia las ventanas de la fachada de
enfrente. No hacen falta demasiadas luces para reconocer el tipo de gente que
vive en este barrio. Sus casas lo proclaman con claridad. Bloques cuadrados de
diez pisos que se repiten calle a calle como en una pesadilla de ladrillo en
torno a unos jardines de dimensiones escuálidas donde una vez plantaron un
árbol, o un arbusto, o un geranio. Escaleras oscuras, con un ascensor para dos
personas y tabiques delgados que dejan pasar hasta el sonido más tímido. ¿Qué
decir, entonces, de un piano castigado sin descanso por un adolescente tres
veces por la semana: lunes, miércoles y viernes, con la puntualidad enfermiza
que despliegan para sus cosas todos los jóvenes? ¿Y las escalas ascendentes y
descendentes de Schmitt, Op. 16; los veinticinco estudios para manos pequeñas
de Bertini, Op. 100; los de Burgmüller, o las sonatinas de Kuhlau? Ese pequeño artista lo estaba
intentando de veras. A pesar de las quejas de los vecinos, a pesar de los
golpes en las paredes y los insultos en el portal, tenía la persistencia de los
suicidas, tenía madera de ganador. Quizás aspiraba a salir de este horrendo
lugar donde todo parece condenado al fuego para después reírse a gusto cuando
ocupara un lujoso chalet junto al mar. La música no era un mal camino para la
redención.
Sí
lo era que fuese mi vecino.
A
las cinco menos diez en punto, la figura de Mercedes surgía por la esquina del
chino, con un cigarrillo en la mano y mascando chicle, avanzaba con paso firme
hasta la marquesina del autobús y cruzaba la calle. Desde la ventana podía
imaginar el bote de sus pechos a cada paso, sus tacones castigando el suelo,
diminutas gotitas de sudor asomando bajo la nariz, resbalando por los sobacos,
acunándose en el canalillo de su escota. Después la perdía de vista cuando
entraba en mi portal. Luego, podía escuchar claramente la maquinaria tortuosa
del ascensor bajando, la puerta que se abría, se cerraba, otra vez el engranaje
agonizante de poleas y ruedas dentadas hacia arriba, la frenada seca, la
puerta, el taconeo discreto de Mercedes hasta el felpudo del cuarto C, el
timbre como una descarga eléctrica.
Era
puntual. Eso es lo que más me gustó de ella desde un principio. Nunca había
sorpresas de última hora, nunca había retrasos. En mi portal vivía un pequeño
genio musical que reclama su dosis semanal de perfeccionamiento, un alma
sensible que había que encauzar hacia la gloria musical, y un parado acodado en
la ventana. Y Mercedes venía con su carpeta de partituras bajo el brazo para
liberarnos.
Escuché
los saludos de rigor mientras Mercedes, precedida del adolescente, atravesaba
el pasillo, giraba a la derecha y ocupaba el salón. Alguien apagó las risas
enlatadas procedentes de un programa de televisión.
—Schubert
–sonó la voz de Mercedes. Hubo un silencio acerbo en el que imaginé al joven
alumno sentado frente al teclado, la partitura abierta, con las manos a unos
centímetros de las teclas, la espalda erguida y la mirada alucinada.
Schubert,
susurré para mí. Mi favorito.
Las
clases habían comenzado dos meses atrás, coincidiendo con el otoño, el comienzo
del curso escolar y la aparición en el portal de un inmenso piano de pared de
segunda mano. Parecía sacado de los restos de una película del oeste. Todavía
conservaba el candelabro derecho en buen estado; del izquierdo sólo quedaba la
llaga de los tornillos y un desconchado. Estaba desportillado en los laterales
y según le diera la luz, uno calibraba
su verdadero color a medio camino entre el suave castaño y el cruel
cerezo. Me topé con él a la altura del segundo piso, en un recodo de la
escalera donde había quedado dolorosamente encajonado. Los cuatro operarios del
transporte decidieron en ese momento hacer un alto en la ascensión bloqueando
el paso. Fumaban sentados en la escalera. Me miraron cuando llegué a su altura,
se encogieron de hombros y siguieron fumando en silencio. Tuve que volver a
bajar al portal, esperar al ascensor durante un buen rato y esquivar la
barricada.
Dos
horas más tarde, el piano ocupaba el rellano del tercer piso. Acerqué mi ojo
bueno a la mirilla para espiar. Se abrió la puerta del C y salió un joven
descolorido de pelo largo. Vestía un pantalón vaquero y una camiseta
antiglobalización. Calculé que tendría dieciséis o diecisiete años. Esa edad
indefinida que poseen ahora los chicos. Demasiado mayores para ser niños,
demasiado jóvenes para ser hombre. Vamos, un puñetero incordio.
—¿Todavía
suena? –les preguntó, metiéndose las manos en los bolsillos.
—Sonará
–respondió uno de los porteadores que dirigió la maniobra de introducirlo en la
casa.
El
resto lo sé de oídas. Golpes en las paredes, suelos rallados, más golpes y el
estampido final al dejarlo caer en su lugar definitivo: el salón, a pocos
centímetros de mí.
Los
primeros días tuve que sufrir aquellas manos inexpertas, ansiosas por
desentrañar el secreto de las notas, que se obstinaban con desesperación sobre
un teclado vedado a los no iniciados. A cualquier hora del día o de la noche,
de repente, sonaba un fa solitario, como pidiendo ayuda, un acorde estridente
clamando una luz en la oscura trama de los pentagramas. Me despertaba. Daba un
bote en el sofá con el corazón golpeando furioso y ya no podía volver a
conciliar el sueño, porque esperaba una respuesta a esa nota náufraga. Me
levantaba, iba a la cocina, abría una lata de cerveza y me sentaba yo también a
esperar la siguiente nota. Una nota que podía tardar unos minutos o unas horas.
Pensé
entonces que los pianos debían ser prohibidos en los edificios de más de cinco
pisos. Como los perros, los niños recién nacidos, los sordos, los concursos
televisivos y las fritangas de pescado. Y debía permitirse en estos mismos
lugares el uso de escopetas recortadas, cuchillos de monte y arietes de asalto,
sólo para situaciones excepcionales.
Todo
comienzo es doloroso, todo camino es doloroso, todo triunfo es doloroso. Contra
eso no hay antídoto. Cuanto antes se aprenda esta lección, mejor. Debí
decírselo al chico en cuanto vi el piano, pero de qué hubiera servido. Él
quería escapar y yo era un don nadie.
Por
aquel entonces, como he dicho, yo no trabajaba. Simplemente me había cansado de
madrugar. Tenía treinta y cinco años, y con el subsidio del paro y una pequeña
ayuda por miserabilidad que me daba el ayuntamiento ganaba más que trabajando
todo el día. Pasaba el tiempo sesteando, mirando por la ventana y bebiendo
cerveza. De vez en cuando alquilaba una película porno o me daba una vuelta por
el barrio de los puticlubs. La mayoría de esas veces regresaba a casa solo,
paraba de nuevo en el videoclub, compraba más cerveza y alquilaba otra peli
porno.
La
música entonces vino a cambiarlo todo.

Por
las tardes, a esa hora en que la gente decente se echa la siesta, mi vecino se
sentaba ante el piano y comenzaba su particular serenata de notas discordantes.
Las sesiones se prolongaban durante horas, a veces hasta la hora de la cena.
Todo el barrio quedaba naufragando entonces entre tanta nota hostil, que salía
del tercero C sin gracia, sin ritmo, sin armonio, sin una puñetera idea de
tocar el piano. Por cercanía yo era el primero en golpear la pared con el puño.
Las notas seguían ametrallando los oídos. Golpeaba con el zapato, con una lata
de cerveza, con lo que tenía a mano. El vecino contestaba aporreando con saña
el teclado. Desde otros pisos se unían a la rebelión y sonaban golpes por todas
las paredes, recuerdos a la madre del vástago, a la abuela, hasta que el joven
intérprete reconocía su derrota y de un sonoro portazo cerraba la tapa del
piano y ponía la música a todo volumen. La calma regresaba poco a poco al
vecindario como una marea.
Una
tarde sucedió lo impensable. Estaba sentado en el sofá con el zapato en la mano
esperando el inicio de la serenata vespertina y dispuesto a llegar hasta el
final de una vez por todas cuando el piano comenzó a sonar a la hora prevista.
Primero despacio, como acariciando las teclas, susurrando las notas,
envolviendo el edificio en una extraña melodía irreal. Me levanté del sofá,
pegué el oído a la pared y pude escucharlo mejor. El sonido provenía de un
lugar más a la derecha, justo donde quedaba el armario de mi padre. No tenía
intención de moverlo, así que me arrimé todo lo que pude a su esquina lateral y
escuché. Las escalas se encadenaban entre sí, podía identificar la mano derecha
punteando las teclas mientras la izquierda la seguía a dos octavas menos.
¡Schubert!, exclamé. ¡Es Schubert! ¡La Virgen puñetera! ¡Hasta yo puedo
reconocerlo cuando nadie asesina sus partituras! Estaba sonando el Impromptus
Op. 90 de Schubert como si la mismísima María Joao Pires estuviese sentada al
otro lado de la pared. Me recorrió un escalofrío de bondad por la espalda.
Aquella música no era de este mundo y, ciertamente, mi vecino estaba en camino
hacia el paraíso. La interpretación duró exactamente veintiséis minutos y veinticuatro segundos en los que no pude
mover mi oreja de la pared. A ratos llegaba la respiración entrecortada de mi
vecino, respirando con fuerza, dejándose llevar por las notas, ofreciendo el
milagro de la transustanciación sobre un piano de segunda mano. Simplemente era
genial. Había acariciado el virtuosismo. La pieza terminó y se hizo un silencio
áspero que sólo podía completarse con una cerrada ovación. Salí a la escalera
vestido con mi pantalón de pijama y la camiseta de tirantes dispuesto a
felicitar al muchacho pero me detuve en el umbral de la puerta, con la mano
todavía en el picaporte, al tiempo que la del muchacho se abría y la traspasaba
aquella mujer joven de busto prominente y piernas robustas.
—Hasta
el viernes, Bruno –se despidió con una media sonrisa ladina.
—Adiós,
Mercedes.
—¡Oye,
chico! –les interrumpí–. Ha sido estupendo. Tu interpretación al piano, quiero
decir. Nunca había escuchado una cosa así.
Mercedes
me dedicó un gesto de maestra satisfecha mientras encendía un cigarrillo:
—Se
lo acabo de repetir –dijo echando el humo–. Tiene mucho futuro en esto.
—Ya.
No ha estado mal.
—En
serio, Bruno. Me ha conmovido la pieza de Schubert –insistí.
Mercedes
me miró con interés:
—¿Le
gusta Schubert?
Entonces
me llegó su aliento a caverna deshabitada. Un olor acre que sólo pude
identificar con el que se respiraba en los baños de las tascas de viejo. Pensé
en alguna muela podrida, una caries o alguna oculta enfermedad nacida de lo más
recóndito de su estómago. Pensé esas cosas y también en sus pechos renuentes en
los que me hubiese gustado quedarme a vivir.
—¿Bromea?
–dije reprimiendo un gesto de repugnancia–. Es mi autor favorito.
—¿Ves,
Bruno? –se volvió hacia el muchacho–. Otro amante de Schubert. ¿Hasta el
viernes, entonces?
—No
sé... No me llega para pagar la siguiente clase.
—Yo
la pago –tercié sin pensarlo.
Bruno
y Mercedes se miraron.
—Son
cincuenta euros... –la mujer hizo amago de marcharse pero se detuvo en la
puerta del ascensor.
Calculé
mentalmente el dinero que tenía hasta fin de mes. Descontando los gastos de
cerveza, tabaco, pelis porno y algo de comida, podía permitirme el lujo de ser
un pequeño mecenas del arte. Quizás, con el tiempo, fuese una inversión
rentable, a devolver con intereses. Por supuesto.
—¡Hasta
el viernes! –afirmé sonriendo.
A
las cinco menos diez del viernes, Mercedes atravesó la calle desde el
restaurante chino en dirección a mi portal. La vi enseguida porque desde mi
ventana buscaba su perfil entre la gente. Llevaba un vestido estampado poco
propicio para el mes de diciembre y zapatos de tacón. Por un instante me pasó
por la cabeza la imagen obscena de esas mujeres que permanecían acodadas en los
puticlubs a los que yo solía acudir a tomar una cerveza y a mirar desde una
esquina de la barra mientras los demás clientes flirteaban con ellas y, de
forma ordenada, se encaminaban hacia los reservados del piso superior. Oí el
mecanismo obsoleto del ascensor, la puerta que se abría, el timbre, sus pasos
por el pasillo del piso C y luego la conversación con Bruno. Los primeros
acordes del piano sonaron estridentes, inusuales. Como una preparación para lo
que iba a llegar en breve. El resto, sencillamente, fue un recital magistral.
Schubert,
cómo no.
Los
días se sucedieron con la misma claridad que los conciertos de piano. Siempre
Schubert, siempre el Impromptus, como si se tratara de una liturgia, o un rito
de condenación. Un círculo cerrado cuyo principio y fin pasaban necesariamente
por la Op. 90. Pese a ello, yo no me
cansaba de escuchar la pieza, de seguir con delectación los veintisiete minutos
y veinticuatro segundos como un rito semanal. Lunes, miércoles y viernes me
disponía en primera fila, como un espectador privilegiado para gozar en privado
de aquel virtuosismo que, sorprendentemente, me reconciliaba con el mundo.
Después de cada sesión, abandonaba mi locutorio particular, salía entusiasmado
al descansillo de la escalera y soltaba los cincuenta euros a Bruno o a
Mercedes según se terciara. El chico nunca decía que no a mi pequeño óbolo.
Nunca terminaba de darme las gracias del todo, como si sospechara que en un
futuro no demasiado lejano, sería él quien tuviese que devolver el favor en
forma de golosos dividendos. Quizás por eso la suya era una gratitud
silenciosa, huraña, como la amistad fraguada por los compañeros de trabajo,
condenados a soportarse. Mercedes mascaba chicle y fumaba complacida. Plantada
junto a la puerta del ascensor, reinaba sobre una pequeña parcela de este
planeta como debían hacerlo en la Italia de posguerra todas las Sofía Loren que
poblaron las fantasías de varias generaciones. Y todas sonreían a sus pequeños
alumnos con el mismo gesto golfo y aplicado que Mercedes nos dedicaba antes de
desaparecer en el ascensor.
Con
el fin de no menguar mi economía quise hacer partícipe de los gastos al resto
de la comunidad organizando una colecta. Nueve pisos por cuatro manos en cada
piso hacen un total de treinta y seis puertas. Era optimista en mis cálculos.
Después de trajinarme todos los pisos y regresar a casa para contar las monedas
obtenidas, la recaudación ascendió a una cifra con cierto sentido místico.
Ciertamente debía de esconder alguna otra verdad que de momento se hacía invisible.
Cinco euros y veinticinco céntimos. Se lo di al chaval. Esbozó una sonrisa
acompañada de un desinflado: gracias, y desapareció tras su puerta. La música
era lo primero. Era la redención. Nuestra salvación.
Todo
fue bien hasta el miércoles pasado. Esperé a Mercedes, como siempre. Oí la
maquinaria del ascensor, la puerta, de nuevo la maquinaria, el timbre, los
saludos de rigor, su taconeo por el pasillo del vecino hasta que las voces
sonaron opacas en el salón.
Silencio.
Me acerqué hasta la pared para escuchar mejor. Bruno y Mercedes estaban
hablando en voz baja. Parecían discutir. ¡Mierda! No podía oír nada con aquel
armario en medio del salón. Lo abrí. Al instante salió de su interior un
intenso olor a humedad. Estaba lleno de perchas de las que colgaban ropas
viejas, algún traje de antes de la guerra, un par de abrigos pasados de moda y
varios vestidos de mujer. Fue entonces, en aquel cubil de madera húmeda y
oscura, cuando me dio en los ojos un pequeño destello de luz. Me pareció un
reflejo procedente del interior. Tal vez alguna hebilla de un cinturón, un
botón o un trozo de espejo. Busqué algo metálico entre las ropas, tratando de
no hacer ruido, pero sólo me topé con el fondo rugoso del armario, y en medio,
entre dos listones de madera, como una espita abierta hacia el cielo, aquel
pequeño agujero de donde salía una luz artificial. Una luz que surgía
directamente de una lámpara encendida en el tercero C.
¿Desde
cuándo estaba allí aquel pequeño agujero? ¿El viejo lo había conocido, tal vez
lo había usado, y por eso colocó el armario en medio? El viejo. ¡Qué cabronazo!
Por eso nunca quiso vender el piso. Este era el legado a su único hijo. Un
agujero en el mundo.
Acerqué
el ojo y se abrió de inmediato una porción del salón de mi joven vecino. Enfrente
podía ver el piano de segunda mano con su candelabro superviviente y una
partitura abierta, la lámpara iluminando las teclas y el banco vacío. Las
conversaciones llegaban de un ángulo a la derecha del piano que yo no podía
localizar. El tiempo pasaba. Mercedes cruzó el salón seguida de Bruno.
Volvieron a pasar. Bruno se sentó por fin al piano y la mujer quedó por detrás.
Schubert, de nuevo. El Impromptus Op. 90 comenzó a sonar con la maestría de un
genio. Mercedes llevaba el compás con su mano derecha mientras la izquierda se
apoyaba sobre el hombro de su alumno. Era maravilloso escuchar en vivo el
Allegro de cuatro minutos y treinta y nueve segundos, saltarín, juguetón,
mientras las notas graves daban el contrapunto necesario de comedimiento. Bruno oscilaba su cuerpo adelante y atrás
guiado por el pulso experto de la mujer. Me recosté un momento contra la pared
del armario. Yo era el artífice de que aquello pudiera estar ocurriendo en un
anónimo bloque de nueve pisos de un insignificante barrio obrero. Respiré
profundamente cuando las últimas notas del segundo movimiento quedaron
suspendidas en el aire como la despedida de un amante. Andante mosso, tercer
movimiento, seis minutos y treinta y dos segundos para olvidarse del mundo, del
viejo muerto en su cama, del subsidio y la cerveza, incluso del agujero en la
pared. Bruno haciendo milagros sobre un piano de segunda mano, sin un solo
error, sin una interrupción, tocado por una mano divina, por un don surgido de
cincuenta euros extras para su clase del viernes. Acababa de descubrir a un
prodigio de la música. Me iba a forrar.
Apliqué
de nuevo el ojo al pequeño agujero. La música sonaba de manera deliciosa.
Comenzaba el cuarto y último movimiento Allegretto, siete minutos y diecinueve
segundos, la culminación de la pieza, la despedida juguetona de Schubert
sustentada en un motivo que se repite a intervalos. Bruno tenía la mano
izquierda sobre el teclado y miraba a Mercedes con ojos tiernos, rendidos.
Movimiento descriptivo, envolvente: el mar estrellándose contra las rocas, una
pareja paseando por la orilla a la hora del atardecer, nuevamente una despedida
inevitable. Las notas correteando por las teclas. Mercedes había cambiado de
posición. Ahora estaba arrodillada a sus pies, sonriendo, enseñando una dentadura
blanquísima que no correspondía con el resto de su cara, con el vestido
recogido en la cintura, mostrando unas bragas rosas ribeteadas de puntillas.
Con ambas manos apretaba el pene duro del muchacho. Lentamente lo introdujo en
su boca. El chico, con la mano libre
tomó la cabeza de la mujer para guiar el ritmo de la felación mientras la
música seguía derramándose, mágica, enigmática, portentosamente traidora hacia
los últimos siete minutos y diecinueve segundos del Impromptus, que sonaban a
todo volumen desde algún tocadiscos cercano.
No
pude dejar de mirar hasta que todo culminó en un silencio enigmático. Mercedes
se levantó lentamente, se limpió la comisura de los labios y recompuso el
vestido. Luego, como si tal cosa, se metió un chicle en la boca, prendió un
cigarrillo y extendió la mano reclamando el billete de cincuenta euros. El
chico se lo dio. Después giró lentamente la cabeza, satisfecho por ejecución de
la pieza, mirando hacia la pared, mirando con desgana hacia un punto concreto
de su superficie, hacia ese lugar que, como me temía, correspondía exactamente
con la disposición que ocupaba mi ojo.
¡Cincuenta
euros por una mamada! ¡Este chico es idiota! Cincuenta euros que yo había
estado soltando tres veces a la semana como un imbécil.
Abandoné
mi observatorio cuando Mercedes y sus curvas de ménade salían de la casa.
Estaba atardeciendo. Abrí una cerveza, le di un trago y me asomé a la ventana
para seguir la estela de aquella mujer inquietante cuyo aliento tanto me había
llamado la atención. Hacía frío. En la calle ya estaban encendidas las luces de
navidad.
Schubert
comenzó a sonar otra vez. A todo volumen. Me retumbaba en los oídos, golpeaba
las sienes ejecutando una venganza. Ya no me conmovía. Schubert era una mierda.
La música era una gran plasta reservada a otra gente.
Desde
los balcones, los vecinos se asomaban para adormilarse con el parpadeo de las
bombillas de colores. Era bonito. La gente salía a la calle para ver discurrir
la vida con esa inestable placidez que siempre acompaña a los pobres. Era un
entretenimiento barato. Con un poco de suerte serían testigos de algún
atropello en la esquina del restaurante chino o un robo en la farmacia. La
gente acodada en las ventanas miraba y esperaba, sin prisa. Como si sospecharan
otra verdad. Como si en el fondo
poseyeran un secreto. Tal vez ese secreto que a los demás se nos escapa y que,
por supuesto, no están dispuestos a compartir.
Ejecutar a Schubert, de Óscar Alonso, obtuvo Premio de Narrativa Ateneo de la Laguna en el año 2004, siendo editado por El toro de barro un año después
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