Ariel Fridman
(Argentina, 1970)
La esposa
Con mi esposa alquilábamos una pequeña casa junto al
cementerio, a varios kilómetros de Belchite, todas las tardes ella salía a
pasear. Tenía una gran pasión en sus ojos, una pasión profunda e irresistible
por ese lugar. Siempre caminaba cerca del cementerio, siempre sobre el
cementerio, siempre dentro del cementerio. Parecía haber nacido allí, entre
líquenes laminados de fuego que brillaban bajo el naciente sol, y se movían con
dulzura, hasta alcanzar las orillas de juncos murmuradores que chapoteaban
contra las lápidas de unas tumbas, que solo tienen profundidades negras donde
los muertos se pudren bajo el fango. Aquí habitan los locos, los suicidas, las
fieras incendiadas, las estrellas caídas. Una noche cuando el clima era
magnífico, apacible y la luna brillaba en un cielo azulado y lechoso, el rostro
de mi esposa resplandecía como un espectro. Esa tranquilidad me espantó, me
hizo temblar y un sudor frio me helo la piel de cordero. Me dije ¿cómo podía
ella aparecer en el atavió de mi luto? ¿en la resurrección de su pelambre de
loba?, si meses atrás había visto su cadáver con un tajo enorme en el cuello.
¡Cuántos recuerdos guardaba de ella! Ustedes no saben lo que es rociarse con la
espuma de la soledad. Pronunciar esa palabra con la caligrafía de la sangre,
:soledad, que puede ser misteriosa, profunda, desconocida. Que te lleva a ver
en las noches, cosas que no son. Donde te hace escuchar ruidos que no se
conocen. Trataba de razonar, pero este horror inexplicable crecía y crecía para
convertirse en terror. La muerte que irrumpió en la casa, brillaba rabiosa
sobre el aceite hirviente de mi desesperación. Me hablaba en voz alta,
escuchaba su voz ronca, monótona, triste. :Ahora estoy arriba, en tu mundo,
decía. ¿O será que abajo estás tú?, en el mío. Entonces abrí los ojos como se
abre una boca para mostrar los alaridos que nacen de la fiebre y descubrí que
no estaba viviendo mi realidad, me encontraba transitando dentro del sueño de
mi esposa muerta, enterrada en el légamo de éste cementerio, el más atroz de
todos.
La trayectoria literaria de Agustín Díaz Pacheco (Tenerife, 1952), se inició desde el periodismo vocacional. Su obra narrativa es muy extensa: Los nenúfares de piedra (premio de cuentos "Ángel Acosta", 1982); La cadena de agua y otros cuentos (1984); El camarote de la memoria, (1987 y 1999), La rotura indemne (1989, Premio de Cuentos Canarios), La red (1989, Accésit Premio de Cuentos Canarios); La mirada de plata (1993); Proa en nieblas (1999), y Breves atajos (2002). Cuentos suyos figuran en varias antologías, y en el estudio antológico El cuento literario del siglo XX en Canarias (1999), del profesor y escritor Juan José Delgado. Su novela El camarote de la memoria (Editorial Cátedra, Madrid, 1987, y Canarias, 1999), ha sido objeto de atención crítica en otros países. Ha sido seleccionado por 1a revista Cuadernos del Ateneo de La Laguna (Tenerife) y la revista Quorum (Zagreb, Croacia) junto a relevantes escritores canarios y croatas, respectivamente, ocupando un lugar preeminente en la literatura contemporánea.


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