El Hospital Inglés
Juan José Mendoza
Cuando de niños nos apostábamos delante del Hospital Inglés, me parecía que la sonrisa de los marinos coreanos y japoneses había nacido con ellos y se había congelado en su rostro en que naufragaban sus ojos rasgados y su boca apretada. Desde los cristales de sus habitaciones nos miraban con la laxitud del desconsuelo y la resignación a que los arrastraba la enfermedad, necesariamente infectada del extrañamiento que da la tierra y la lejanía. Intercambiaban con nosotros adioses desvaídos que nuestra ingenuidad no alcanzaba a interpretar con la carga de congoja que anidaba en su estado de ánimo. Pero la nostalgia y la pesadumbre que yo imaginaba no desdibujaban la sonrisa inmortalizada en su boca, y creíamos que se alegraban de vernos como figurillas de guiñol que cascabeleaban en el paisaje cansino a que les condenaba su internamiento. Nos colocábamos en las barandas del mirador de Altavista después de la hora de la siesta que tan fecundamente habían asimilado los orientales. Observábamos cómo los más capaces se iban asomando por las cristaleras y posaban sus ojos en sus alborozados visitantes. Entonces comenzaba la ceremonia habitual: chasqueábamos con los dedos solicitándoles monedas «¡moni, moni!», y ellos agitaban su brazo arriba y abajo como dividiendo el aire en un gesto que nunca supimos bien si era complaciente o disuasorio. Al fin, algún lance de sus brazadas parecía reclamarnos y nos acercábamos bajo las ventanas desde donde nos arrojaban algunos peniques con más empaque que valor, mientras nos sacudían los oídos en un idioma que más que proferir palabras ametrallaba sonidos.
Durante un tiempo acostumbramos a pasar con más frecuencia y aprendimos las mañas más eficaces para promover en aquellos marinos el júbilo suficiente para que aflojaran sus bolsillos. Hacíamos payasadas tan grotescas como absurdas salpicadas de cogotazos o traspiés, o jugábamos a la «piola» o al «¿huevo, araña, puño o caña?» montados al caballito sobre los más pusilánimes que aceptaban resignados su papel en el circo. Con los días fuimos capaces de distinguir entre aquellas figuras tan repetidas quiénes eran los generosos, los dicharacheros, los tacaños, los reservados; incluso reconocimos algunas cabecillas que dificultosamente se erguían para contemplar el espectáculo de aquellos loquillos del otro lado del mundo. Y en ese reconocimiento comenzó a conmoverme la imagen de un japonés impasible, de mirada felina, a veces recostado sobre el alféizar de la ventana con los ojos abandonados al horizonte. No participaba en la fiesta que explotaba con nuestra presencia; se limitaba a observarnos a ratos con aire de suficiencia y melancolía, y a fumar con la liturgia lenta y afectada de los actores ilustres. «Es Toshiro Mifune» me dije, «sí, tiene que ser él.» Me quedaba prendado contemplándolo y soñando con la posibilidad de que algún día me arrojara su catana firmada. Pero nunca me hizo caso y yo me conformé con la maravilla de ver salir el humo de su cigarro más acá del celuloide.
Siempre íbamos sólo los chicos del barrio, pero un día le dijimos a Amparo, la rubia, que nos acompañara, que se iba a divertir un rato con los chinos del hospital. Amparo, la rubia, era mayor que nosotros; era ya una muchacha, con las caderas talladas, una sedosa melena platinada y unos pechos bailones flanqueando un canalillo descarado que nos sumía en el tumulto de nuestra pubertad aún balbuciente. Solía limpiar en algunas de nuestras casas y se pasaba el día cantando tonadillas y coplas mientras se volcaba de rodillas sobre el suelo meneando con garbo erótico su trasero. No le conocíamos novio, tal vez porque su ligereza de cascos se lo impedía, aunque, según mi madre, cuando se iba al Copacabana los solterones hacían fila para bailar con ella y proponerle las mil y una suertes que le esperaban con el matrimonio. Pero para nosotros Amparo era una muchacha sin historia, era el cuerpo tórrido que se cimbreaba por las calles del barrio y que no acababa de poseer a la mujer decente que su madre y sus novios deseaban. Por eso no nos fue difícil convencerla y accedió a venirse al espectáculo con la curiosidad instalada en su sonrisa ingenua y frívola.
Comenzamos las monerías con el mismo libertinaje que tanto éxito nos había proporcionado entre los marinos, pero ese día la risa descontrolada de Amparo fue un acicate para lucirnos con lo mejor de nuestro repertorio. Se doblaba especialmente con las groserías que pasaban por la entrepierna, y verla desternillándose provocó que las bufonadas nos enajenaran del todo y olvidáramos que nos hallábamos en la vía pública frente a un edificio desde el que no nos veían sólo los enfermos. En ese estado de trance cómico apenas si nos dimos cuenta de que los marinos estaban especialmente exaltados. Agitaban sus brazos alocadamente describiendo en el aire molinillos disparatados que nos reclamaron antes de que les gesticuláramos el “moni, moni” de siempre. Los peniques cayeron en abundancia y los orientales nos agobiaron con su palabrería y sus gestos que señalaban al escenario de nuestras payasadas. Creíamos que nos pedían una repetición de la actuación memorable y nos deshicimos en explicaciones gestuales para indicarles «¡mañana, mañana!». No hicieron falta muchos días para descubrir lo equivocados que estábamos.
Amparo nos acompañó algunos días y nuestras arcas aumentaron a costa suya. Las monerías ya no le hacían tanta gracia, pero a ella parecía agradarle aquel rito que convertía las tardes tediosas en una algarabía políglota entretenida. Entrados en faena, yo perdía de vista lo que pasaba a nuestro alrededor, pero uno de esos días desinflados en que me distraje de mis cometidos cómicos, una ráfaga de casualidad me atrapó la mirada: mi Toshiro Mifune, descomponiendo su acartonada y aburrida postura habitual, se inclinaba con las palmas de sus manos juntas en una reverencia solemne hacia el exterior de su habitación. Giré instintivamente la cabeza y observé que el rostro de Amparo se había encendido con tanto rubor que no pudo soportar aquel acoso y le dio la espalda a su admirador. Sólo de cuando en cuando ella aceptaba devolver la sonrisa cautiva al samurai impávido que le correspondía con una leve distensión de las comisuras de sus labios.
El tiempo nos retiró de los territorios de correrías infantiles. Amparo había desaparecido unos meses después de que nos acompañara hasta el Hospital Inglés y sólo nos llegó como explicación la voluntad de su madre de mudarse a un barrio menos infectado de lenguas insidiosas. Diez años habían transcurrido cuando un paseo de adultez me llevó con mi hermano Alberto al mismo escenario en que cobrábamos la propina a los marinos coreanos y japoneses. Caminando frente a la clínica recordábamos las payasadas cuando una chiquillería se arremolinó bajo los ventanales por donde asomaban otros marinos orientales que repetían los mismos ademanes que años atrás nos reclamaban. Al grito de “moni, moni” caían algunos peniques sobre las cabezas de aquellos menudos que insistían castañeteando con sus dedos. La vaharada de nostalgia nos detuvo junto a la baranda donde una grata sonrisa mutua nos ayudó a rebobinar el tiempo para contemplarnos enfrascados en el inolvidable espectáculo callejero. Sólo la curiosidad distante me permitió distinguir entre aquellos niños a uno que simpáticamente reverenciaba a sus generosos donantes juntando sus manos e inclinándose con respeto ceremonioso. Cuando mermó la gracia para los marinos, los chiquillos se lanzaron a la calle sorteando el tráfico con osadía infantil y yo seguí con la mirada la figura de aquel niño reverente que me había llamado la atención. Cuando lo tuve más cerca acertó a mirarme, y en unas décimas de segundo descubrí en él, como un fulgor, el semblante adusto de Toshiro Mifune. Mi hermano, que se había percatado de mi interés por el muchachillo, me dijo:
¿Te acuerdas de Amparo, la rubia?
Claro que me acuerdo, le contesté guardándome la sorpresa.
Durante un tiempo acostumbramos a pasar con más frecuencia y aprendimos las mañas más eficaces para promover en aquellos marinos el júbilo suficiente para que aflojaran sus bolsillos. Hacíamos payasadas tan grotescas como absurdas salpicadas de cogotazos o traspiés, o jugábamos a la «piola» o al «¿huevo, araña, puño o caña?» montados al caballito sobre los más pusilánimes que aceptaban resignados su papel en el circo. Con los días fuimos capaces de distinguir entre aquellas figuras tan repetidas quiénes eran los generosos, los dicharacheros, los tacaños, los reservados; incluso reconocimos algunas cabecillas que dificultosamente se erguían para contemplar el espectáculo de aquellos loquillos del otro lado del mundo. Y en ese reconocimiento comenzó a conmoverme la imagen de un japonés impasible, de mirada felina, a veces recostado sobre el alféizar de la ventana con los ojos abandonados al horizonte. No participaba en la fiesta que explotaba con nuestra presencia; se limitaba a observarnos a ratos con aire de suficiencia y melancolía, y a fumar con la liturgia lenta y afectada de los actores ilustres. «Es Toshiro Mifune» me dije, «sí, tiene que ser él.» Me quedaba prendado contemplándolo y soñando con la posibilidad de que algún día me arrojara su catana firmada. Pero nunca me hizo caso y yo me conformé con la maravilla de ver salir el humo de su cigarro más acá del celuloide.
Siempre íbamos sólo los chicos del barrio, pero un día le dijimos a Amparo, la rubia, que nos acompañara, que se iba a divertir un rato con los chinos del hospital. Amparo, la rubia, era mayor que nosotros; era ya una muchacha, con las caderas talladas, una sedosa melena platinada y unos pechos bailones flanqueando un canalillo descarado que nos sumía en el tumulto de nuestra pubertad aún balbuciente. Solía limpiar en algunas de nuestras casas y se pasaba el día cantando tonadillas y coplas mientras se volcaba de rodillas sobre el suelo meneando con garbo erótico su trasero. No le conocíamos novio, tal vez porque su ligereza de cascos se lo impedía, aunque, según mi madre, cuando se iba al Copacabana los solterones hacían fila para bailar con ella y proponerle las mil y una suertes que le esperaban con el matrimonio. Pero para nosotros Amparo era una muchacha sin historia, era el cuerpo tórrido que se cimbreaba por las calles del barrio y que no acababa de poseer a la mujer decente que su madre y sus novios deseaban. Por eso no nos fue difícil convencerla y accedió a venirse al espectáculo con la curiosidad instalada en su sonrisa ingenua y frívola.
Comenzamos las monerías con el mismo libertinaje que tanto éxito nos había proporcionado entre los marinos, pero ese día la risa descontrolada de Amparo fue un acicate para lucirnos con lo mejor de nuestro repertorio. Se doblaba especialmente con las groserías que pasaban por la entrepierna, y verla desternillándose provocó que las bufonadas nos enajenaran del todo y olvidáramos que nos hallábamos en la vía pública frente a un edificio desde el que no nos veían sólo los enfermos. En ese estado de trance cómico apenas si nos dimos cuenta de que los marinos estaban especialmente exaltados. Agitaban sus brazos alocadamente describiendo en el aire molinillos disparatados que nos reclamaron antes de que les gesticuláramos el “moni, moni” de siempre. Los peniques cayeron en abundancia y los orientales nos agobiaron con su palabrería y sus gestos que señalaban al escenario de nuestras payasadas. Creíamos que nos pedían una repetición de la actuación memorable y nos deshicimos en explicaciones gestuales para indicarles «¡mañana, mañana!». No hicieron falta muchos días para descubrir lo equivocados que estábamos.
Amparo nos acompañó algunos días y nuestras arcas aumentaron a costa suya. Las monerías ya no le hacían tanta gracia, pero a ella parecía agradarle aquel rito que convertía las tardes tediosas en una algarabía políglota entretenida. Entrados en faena, yo perdía de vista lo que pasaba a nuestro alrededor, pero uno de esos días desinflados en que me distraje de mis cometidos cómicos, una ráfaga de casualidad me atrapó la mirada: mi Toshiro Mifune, descomponiendo su acartonada y aburrida postura habitual, se inclinaba con las palmas de sus manos juntas en una reverencia solemne hacia el exterior de su habitación. Giré instintivamente la cabeza y observé que el rostro de Amparo se había encendido con tanto rubor que no pudo soportar aquel acoso y le dio la espalda a su admirador. Sólo de cuando en cuando ella aceptaba devolver la sonrisa cautiva al samurai impávido que le correspondía con una leve distensión de las comisuras de sus labios.
El tiempo nos retiró de los territorios de correrías infantiles. Amparo había desaparecido unos meses después de que nos acompañara hasta el Hospital Inglés y sólo nos llegó como explicación la voluntad de su madre de mudarse a un barrio menos infectado de lenguas insidiosas. Diez años habían transcurrido cuando un paseo de adultez me llevó con mi hermano Alberto al mismo escenario en que cobrábamos la propina a los marinos coreanos y japoneses. Caminando frente a la clínica recordábamos las payasadas cuando una chiquillería se arremolinó bajo los ventanales por donde asomaban otros marinos orientales que repetían los mismos ademanes que años atrás nos reclamaban. Al grito de “moni, moni” caían algunos peniques sobre las cabezas de aquellos menudos que insistían castañeteando con sus dedos. La vaharada de nostalgia nos detuvo junto a la baranda donde una grata sonrisa mutua nos ayudó a rebobinar el tiempo para contemplarnos enfrascados en el inolvidable espectáculo callejero. Sólo la curiosidad distante me permitió distinguir entre aquellos niños a uno que simpáticamente reverenciaba a sus generosos donantes juntando sus manos e inclinándose con respeto ceremonioso. Cuando mermó la gracia para los marinos, los chiquillos se lanzaron a la calle sorteando el tráfico con osadía infantil y yo seguí con la mirada la figura de aquel niño reverente que me había llamado la atención. Cuando lo tuve más cerca acertó a mirarme, y en unas décimas de segundo descubrí en él, como un fulgor, el semblante adusto de Toshiro Mifune. Mi hermano, que se había percatado de mi interés por el muchachillo, me dijo:
¿Te acuerdas de Amparo, la rubia?
Claro que me acuerdo, le contesté guardándome la sorpresa.
(Este relato de Juan José Mendoza pertenece a su libro El hospital inglés,
editado por El Toro de Barro en el año 2004)
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